Al día siguiente amaneció muy oscuro, llovía intensamente y el mar se preparaba para un drama. La mayoría de los pasajeros permaneció encerrado en los camarotes hasta después de la hora de desayunar en la cámara principal. Luego comentaron sobre el tiempo y se dieron mutuos ánimos.
Juan José fue la excepción. Se levantó al amanecer, tomó una taza de té y subió al puente donde estuvo cambiando impresiones con el capitán Jonathan Roven: hombre de gran representación y dignidad, instruido y diestro, pero a la vez benevolente.
El temporal empeoraba pero, de todas maneras, no había demasiado peligro. El viento silbaba endemoniado, el agua inundaba los rincones y las olas se rompían sobre la cubierta del barco.
La gente se agrupó en la cámara iluminada por la lumbre de las velas, temerosos de que, en cualquier momento, la embarcación fuera a naufragar.
Al atardecer, la tormenta se alejó y dejó al cielo cubierto de nubes oscuras y al mar, rugiente y embravecido. Tras la terrible experiencia, la mayoría exhaló un suspiro de alivio.
Por la mañana, el capitán Jonathan Roven revisó los daños que la borrasca causó en el navío; pudo comprobar que sólo fueron simples roturas. Llamó a los marineros para que colocaran cementos y cales en las grietas; esa mezcla se endurecía en contacto con el agua. Luego midió la humedad del aire con el higrómetro, miró el horizonte y se sintió orgulloso de su osadía.
En la inmensidad, aparecieron los siete colores del prisma y los pasajeros, algunos con miedo, se asomaron a observar el fenómeno de la naturaleza.
Francisca y Juan José sabían que vendrían días interminables, que el viaje sería largo y que el tiempo los obligaría a pensar; sin embargo, ya era tarde para arrepentirse. Los esperaban ahora los orilleros, los mulatos, los peones y los gauchos de campaña.
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