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Buenas y Santas...Los hijos olvidados (Cap 3 Atilio 1era parte)

 

3-ATILIO


“A la ausencia no hay quien se acostumbre
otro sol no es tu sol aunque te alumbre
y la nostalgia es una pesadilla.”

Mario Benedetti




SANTA FE DE LA VERA CRUZ
EL COLOR DE LA SANGRE



Pasaron los meses y Atilio volvió del servicio militar. Doña Emma no lo sabía todavía. Ella se hallaba en el comedor con sus labores.
        Se oyeron unos golpes en la puerta y entró el negro Jeremías para recordarle que era la hora de vestirse para la cena. Emma se levantó y miró la calle de tierra; el sol que se estaba escondiendo le daba un aire melancólico a la estancia. Había teñido de un color escarlata la fachada del galpón de las herramientas. Por una inexplicable razón pensó en Atilio, realmente lo extrañaba mucho. El firmamento parecía una gran bóveda que sabía demasiado sobre las alegrías y penas de sus hijos a quienes, desde el infinito, abrigaba… Pensó en la ardiente vida de Atilio, tan perspicaz y aventurero. No podía imaginarlo obedeciendo órdenes de generales y de coroneles.
   ‒Su madre está en el comedor, pero no sabe nada de su regreso‒le dijo Jeremías con un gesto de complicidad.
    Atilio ya sabía que era libre, sólo esperaba ser feliz y empezar un nuevo camino.
       “Ninguna vida se echa a perder sino aquella cuyo crecimiento se detiene”
                                                                Oscar Wilde
       ‒¿Madre, me perdona por haber llegado tarde a cenar?
     Doña Emma, con lágrimas de alegría, corrió a abrazarlo y lo miró una y mil veces como si no lo conociera.
   ‒Eres incorregible. ¿Por qué no me avisaste que llegabas hoy? ¡Felicitas, Bernardino…!‒comenzó a llamar a toda la familia‒Estás flaco, mi niño.
      ‒Estoy bueno‒dijo Atilio entre risas.
     ‒¡Remedios, sirve la cena!‒gritaba doña Emma que no sabía para dónde dirigir sus órdenes.
    La sala se hallaba abarrotada de gente: los hermanos, los criados, el capataz, los peones y Jeremías que lo había recibido en la puerta sonreía con un gesto trémulo y servil. Sentía una rara humildad, casi falsa, que lo convertía, por momentos, en un ser delirante.

Atilio se sentó en el sofá y volvió la cara hacia Felicitas.
‒¡Qué hermana tan bella!
Ella lo miró asombrada y comenzó a reír. No le contestó. Fue hacia él y le dio un abrazo.
‒Me imagino la fila de candidatos que debe tener mi adorada Felicitas.
La joven se puso blanca y comenzó a temblar. Tenía miedo que doña Emma contara lo sucedido con don Simón y su hijo.
‒Sí, pero los desprecia‒dijo.
‒¿Hablas en serio, mamá? Sabes qué pasa, se tiene que enamorar como todas las jóvenes de su edad que piensan en el príncipe y en toda esa tontería que para ellas es importante.
‒A mí me parece que hay que dejar de lado el romanticismo y pensar qué es lo que le conviene a una niña bonita y con dinero. No es fácil, hijo‒dijo doña Emma como dando lecciones de moral.
‒¿Es que no puedes perdonarme lo de aquella noche?‒murmuró Felicitas a su madre‒No hables más, por favor.

Presa del llanto, se derrumbó en el piso como si estuviera herida. Se desmayó. Nadie podía imaginar lo que le estaba pasando. Es que el gesto cruel de doña Emma la enfermaba; eran demasiados meses soportando las mismas peleas, sus consejos y mandatos. La cabeza iba a estallarle en cualquier momento.



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