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El silencioso grito de Manuela (Cap VI-3ra parte)

           


Letizia con sus hipótesis casi no   se daba cuenta de que estaba esperando otro hijo. Quería desechar los errores pasados con agresión cuando todavía vivía bajo los tapetes de su madre; sin embargo, solía correr detrás de ella con una botella en las manos con la intención de romperla sobre su cabeza.

-¡Voy a destruir tus neuronas incompletas. Tu ojeriza se va a terminar porque yo voy a salir a pelear! -gritaba Letizia por las galerías pobladas de espectros demasiado fatalistas.

Manuela escapaba ignorando la amenaza con su acostumbrada incapacidad pueril. No entendía a su hija pero tampoco la juzgaba porque esas cuestiones escapaban a su entendimiento.

-¡Julián, viejo dormido, ven acá…! -llamaba a su esposo que se hallaba ausente.

Al fin, Letizia se calmaba y se recostaba sobre la hierba a jugar con los gatos. Dolores y Laura recorrían los senderitos entre risas porque amaban a su madre y pensaban que ella se divertía con Manuela; ambas perseguían causas justas.

Manuela se recluía en las habitaciones con la estampa de la Virgen del Rocío y emprendía una peregrinación alrededor de los muebles; esa imagen la ponía en contacto con los orígenes, costumbres y vivencias. Le parecía escuchar las campanillas y cascabeles de las carretas, los caballos y jinetes, las mujeres sevillanas… Los Romeros portaban el Sin Pecado y la Virgen entre peregrinos y flores. Ella creía verlos con teas, saetas y fuegos artificiales con la soledad de su alma y la reconciliación con las leyes divinas en un sitio donde todo era caos y desconcierto, donde no existían símbolos ni valores.

La voz de lo eterno tenía voluntad de reinar y homenajeaba a su soberana: Manuela que se deslizaba como un tren entre la niebla cubierta de fantoches y de sentimientos endebles. Miraba a Letizia jugar con Dolores y Laura entre las hortensias, los pinos y el leñero que albergaba algún ratón muerto propiedad de la gata Máxima. Esos despojos eran el reflejo de las huellas de Rocío con su aspecto mortecino que vagaban entre los ciruelos y los troncos cubiertos de brotes y de musgos.

Las calles desembocaban en ese jardín con la opacidad de lo indistinto y el gris de una libertad truncada por la desdicha. Todo resultaba ser tan oscuro que se desdibujaba y moría lentamente como los cuerpos cuando la humedad los corrompe.

Letizia se mezclaba con el moho de las tapias; añoraba la luz de otros tiempos y repudiaba la tiranía del presente. Se sentía completamente vacía de aire, quebrada por las inexplicables secuencias de una vida enferma. La única salida era escapar de su esposo a quien consideraba un hombre aburrido, sin sentimientos, demasiado abarrotado de lodo, sin memoria ni futuro.

-Lucía se llamará mi hija -decía como perdida en la maraña de sus caminos cubiertos de malezas y con la inestabilidad propia de las personas amenazadas-. Niña, amor posible, siento tu manera de llorar y tu forma de morir. Niña estás excavando la tierra en el templo de Rocío… -murmuraba otra vez mientras recorría las galerías con la sutileza de una enviada.


El viento soplaba con la fuerza de un temporal y entraba a la buhardilla para derribar los licores de Manuela que albergaban las sales que viejas befanas italianas le habían obsequiado en años de peligros.

La filosofía de Letizia era esperar el día para entender el porqué de su fragilidad aunque, en el fondo, ya lo sabía; llevaba sobre sí la mochila de su madre que sobrevivía a los antagonismos y a la claridad de sus raíces.

Manuela consagrada a un modelo de recato y fidelidad no miraba más allá de sus propios códigos, sin transgredir para que la gente no hablara pero también sin conmoverse ante los rechazos.

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EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA

ETERNAMENTE MANUELA


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