-¡Voy a destruir tus neuronas
incompletas. Tu ojeriza se va a terminar porque yo voy a salir a
pelear! -gritaba Letizia por las galerías pobladas de espectros demasiado
fatalistas.
Manuela escapaba ignorando la
amenaza con su acostumbrada incapacidad pueril. No entendía a su hija pero
tampoco la juzgaba porque esas cuestiones escapaban a su entendimiento.
-¡Julián, viejo dormido, ven
acá…! -llamaba a su esposo que se hallaba ausente.
Al fin, Letizia se calmaba y se
recostaba sobre la hierba a jugar con los gatos. Dolores y Laura recorrían los
senderitos entre risas porque amaban a su madre y pensaban que ella se divertía
con Manuela; ambas perseguían causas justas.
Manuela se recluía en las
habitaciones con la estampa de la Virgen del Rocío y emprendía una
peregrinación alrededor de los muebles; esa imagen la ponía en contacto con los
orígenes, costumbres y vivencias. Le parecía escuchar las campanillas y
cascabeles de las carretas, los caballos y jinetes, las mujeres sevillanas… Los
Romeros portaban el Sin Pecado y
La voz de lo eterno tenía voluntad
de reinar y homenajeaba a su soberana: Manuela que se deslizaba como un tren
entre la niebla cubierta de fantoches y de sentimientos endebles. Miraba a
Letizia jugar con Dolores y Laura entre las hortensias, los pinos y el leñero
que albergaba algún ratón muerto propiedad de la gata Máxima. Esos despojos
eran el reflejo de las huellas de Rocío con su aspecto mortecino que vagaban
entre los ciruelos y los troncos cubiertos de brotes y de musgos.
Las calles desembocaban en ese
jardín con la opacidad de lo indistinto y el gris de una libertad truncada por
la desdicha. Todo resultaba ser tan oscuro que se desdibujaba y moría
lentamente como los cuerpos cuando la humedad los corrompe.
Letizia se mezclaba con el moho de
las tapias; añoraba la luz de otros tiempos y repudiaba la tiranía del
presente. Se sentía completamente vacía de aire, quebrada por las inexplicables
secuencias de una vida enferma. La única salida era escapar de su esposo a
quien consideraba un hombre aburrido, sin sentimientos, demasiado abarrotado de
lodo, sin memoria ni futuro.
-Lucía se llamará mi hija -decía como perdida en la maraña de sus caminos cubiertos de malezas y con la inestabilidad propia de las personas amenazadas-. Niña, amor posible, siento tu manera de llorar y tu forma de morir. Niña estás excavando la tierra en el templo de Rocío… -murmuraba otra vez mientras recorría las galerías con la sutileza de una enviada.
El viento soplaba con la fuerza de
un temporal y entraba a la buhardilla para derribar los licores de Manuela que
albergaban las sales que viejas befanas italianas le habían obsequiado en años
de peligros.
La filosofía de Letizia era esperar
el día para entender el porqué de su fragilidad aunque, en el fondo, ya lo
sabía; llevaba sobre sí la mochila de su madre que sobrevivía a los
antagonismos y a la claridad de sus raíces.
Manuela consagrada a un modelo de
recato y fidelidad no miraba más allá de sus propios códigos, sin transgredir
para que la gente no hablara pero también sin conmoverse ante los rechazos.
*
EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
ETERNAMENTE MANUELA
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