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El silencioso grito de Manuela (Cap VIII.3era parte)

 


La ruta del miedo, a pocos kilómetros de distancia, emergía a la vista y atravesaba los hierros sin rumbo fijo. Era como estar en una gran basílica, donde los árboles eran tan altos que formaban terrazas e invitaban al sopor cadavérico de los cementerios. A Letizia se le heló la sangre; le pareció escuchar voces antiquísimas, el murmullo de los cafés saturados de gente, canciones que parecían sacramentos… y los ruegos de José.

Manuela se fue a su santuario y allí se desplomó gritando como loca frente a los retratos de sus hijas y el agua bendita de los jarrones. Hubiera querido ser una pobre anciana recogida en un asilo, sin presente y sin memoria. El aire se tornaba denso en contacto con los cirios y había aroma a mangos y a orquídeas mezclados con un  perfume salino que le daba sueño. Tenía diez cajones colocados sobre espigones de caña en medio de libros y de biblias en varios idiomas que producían una sensación de encierro, de ceremonias y de risas.

Lo cierto era que Manuela no tenía una cultura demasiado versátil. Conocía los rituales piadosos que ya no le servían de amparo pero seguía siendo pupila de las imágenes de yeso porque sentía que era lo único que le quedaba; decir adiós era una palabra corriente.

Letizia no tenía paz, no creía en el destino, no sentía alegría ni pena, tampoco esperaba nada de nadie. Se había acostumbrado a resolver los problemas sola, sin el consuelo de su madre ni la presencia de José. Todos eran demasiado pueriles y frágiles o tal vez estaban muy preocupados por sí mismos que les daba trabajo ocupar, por escasos minutos, el lugar de otro.

-Mañana será un día más…-dijo.

José seguía mal; había salido del estado vegetativo pero le habían quedado secuelas neurológicas que lo transformaban en un hombre casi sin vida: la boca semiabierta, los ojos fijos y las piernas inmóviles. Nadie sabía si se acordaba de su costal de yute, de los hilados de los peones, de las maderas impregnadas de resinas… pero sí de alguien que, muy de vez en cuando, se asomaba a la puerta del cuarto vestida de negro. Él reconocía sus pasos y comenzaba a alterarse; extendía despacio sus brazos hacia la imagen que le daba miedo y curiosidad.

Letizia no sabía por qué iba a verlo; no quería desear su muerte pero tampoco intentaba reanimarlo. La cercanía de ese hombre que era el padre de sus hijas le agudizaba la memoria y le recordaba el dolor que le causaba, en el pasado, su ausencia. Hubo un instante en el que se miraron en un espacio íntimo y ambos experimentaron la sensación de algo ya vivido. José sintió un escalofrío al ver a Letizia; la venganza era una revelación que traspasaba la piel con su ardor. Su corazón de piedra no comprendía cuál había sido su error. Ya no quedaba tiempo.

Manuela y Julián se recluían en las salas de la casona a ovillar madejas de pelo de conejo y a contar billetes pues el control del dinero le daba acceso a la paz del espíritu.

Letizia entró a la habitación y en silencio se puso a mirar la blancura de la luna; su rostro se veía tan inocente como el de Manuela. Esa noche, Letizia era otra vez la niña llorona que temía a lo desconocido y que se humillaba sólo con un gesto. Observó, con detenimiento, a sus hijas y su alma se volvió otra vez fría y despiadada porque la sospecha de perderlas la horrorizaba y dejaba al descubierto otra Letizia: insana, negativa y perversa.

-Madre, tus espejos son tan negros como mi ropa.

-Purifica tu ser que el sol puede estar debajo de la tierra.


-La muerte no tiene fin -dijo Letizia con un hilo de voz y se retiró sin haber sentido un poco de calor en las palabras de sus padres que también se hallaban invadidos por los presentimientos.

Manuela sabía que Letizia podía enmudecer para siempre si algo le ocurría a Lucía. Moraba en ella la invalidez pero también los años de un luto que no podía inmunizar a nadie porque estaba demasiado arraigado y parecía no querer desaparecer entre los huecos.

El dolor era tan grande que no le daba sentido a la vida y agrietaba la piel dejando añosas nervaduras. Despojada de razonamiento lógico, Letizia esperaba como quien aguarda el último tren.


EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
ETERNAMENTE MANUELA

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