Magdalena la encontró con las
mejillas húmedas por el llanto bajo la sombra del alero. Rosaura estaba
hipnotizada.
-Niña, te estás helando-le dijo y
se la llevó abrazada hacia la cocina.
Todos pensaban que no iban a poder
seguir viviendo sin Santiaguito. Las hermanas de Magdalena se habían humanizado
un poco a pesar de la máscara que llevaban y los abuelos cargaban de reproches
a Magdalena y a Juan. Nadie se animaba a imaginar un futuro, sólo veían ese día
que no pasaba nunca: silencioso hasta el aturdimiento, como el destino que te dice
cuando llega la hora. Ese calvario los trataba de bastardos porque se sentían
ignorantes, mirando desde el otro lado de la vereda la desgracia que se burlaba
de ellos.
Estaban sentados a la mesa tomando
café frente al candil de sebo; nadie
hablaba por temor herir susceptibilidades. Tenían demasiadas ganas de buscar
respuestas a una realidad que les había tendido una emboscada. No pensaban en
Dios porque estaban enojados con él. Modestas oraciones en un atrio imaginario,
todo era poco y estallaba frente a la impotencia.
Aparecían algunos familiares, de
riguroso luto, a dar las condolencias o a ver cómo se hallaban esos rostros
castigados por las inclemencias de la vida. Nadie sabía lo que sentía en ese
momento una madre por la muerte de su hijo, ese dolor que perfora las vísceras
y deja el alma sin oxígeno para continuar el camino que se transforma en una
vía empecinada en trizar los silencios para mostrar su cinismo.
-El tiempo cura-decían algunos.
-Yo vi la parca y su guadaña-
comentó el tío Bernardo en los corrales.
Para Magdalena y Juan, las heridas
no se cerrarían nunca porque eran muy sensibles y se aferraban al amor de sus
hijos como único tesoro. Todo empezaba y terminaba en velar por la salud de
esos seres desvalidos que se sostenían de aquellos que eran más fuertes. Sin
embargo, parecían débiles hasta la médula, sin la capacidad de discernir,
escondidos en la oscuridad de las noches igual que entes que se preguntaban:
-¿La vida es esto?
El cachetazo que les había dado los
había colocado en un lugar desconocido. Por primera vez se daban cuenta de lo
cruel que podría llegar a ser la vida, pero el sufrimiento estaba latente para
hacerlos madurar y para golpearlos de nuevo ante la presencia de las leyes
divinas. No lo entendían ni podían asumirlo porque pensaban que nadie tenía
derecho a quitarle los años a un bebé que recién empezaba a descubrir los
rostros de su familia, los colores, los animales, el sol de todos los días…
Santiaguito se nutría de las lágrimas con la ternura de las musas cuando el sol
las besaba: el niño maduro de estrellas.
A Santiaguito un ángel lo cubría de
sus preseas mientras volaba en las gredas del Poniente. Fue sepultado en una tumba blanca con misal de
luto recamado.
Después llegó el vacío atiborrado
de misterio y las culpas que engrosaban la lista de interrogantes. El engranaje de la
existencia se disfrazaba de monstruo y los asustaba creando en el entorno la
más grande de las incertidumbres. Magdalena parecía retardar los días y le
pesaba cada minuto porque ya no podía reparar los errores. Vivía entregando los
Santos Oleos frente a la cuna desierta y esperando una dádiva de raciocinio. En
ese nido había un ronroneo que extendía sus manos en busca de besos y se
dispersaba en la flora, sediento, para buscar la semilla de su entraña.
La noche y el silencio sepultaban
los árboles. Todo el clamor y la tristeza estaban dormidos en los cuartos.
La casa hablaba su propio dialecto
amenazada por el hielo de ecos que escapaban y que luego regresaban al galope.
Magdalena imaginaba los tiempos
venideros: Santiago corría en el retrato…, le ayudaba al tío Agustín a preparar
el sulky… Era la resurrección misma de las almas que buscaban sus propios
delitos bajo la carga de la penitencia.
La galería tenía perfume a rosas
rojas y había humedad de lágrimas en la pared que escribía una historieta: un
perro y dos tigres chiquitos en la selva, la primera letra del abecedario, uno
más uno… La carretilla anclada detrás del columpio como barco pirata quería
encontrar la mano de un dueño que ya no estaba en la familia.
“La muerte se lleva la vida
endeble por ausencia de maldad y por demasiada perfección.”
Todo lo arrastraba la marea y no
quedaban más que palabras sin decir, niebla, recuerdos que se desdibujaban con
los años y voces.
¡Oh miasma con ropones inhumanos,
nacido de impurezas germinales,
aparta ya tus pócimas umbrías
del fangal espinoso de mis días!
Tres pasos en el piso hueco.
Magdalena entró nuevamente al
cuarto vacío de su hijo. De pronto, escuchó un llanto. Desesperada, abrió un
ropero. En el fondo había una caja con un muñeco roto en mil pedazos. Miró a un
lado y al otro…
En la puerta, parada, la soledad.
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