Letizia se estaba preparando para salir
al encuentro de Julián. Necesitaba abrazarlo y pedirle asilo; él había sido
siempre su protector, su espalda, y ahora más que nunca deseaba hablar con su
padre. Tenía ilusión, un amor desmedido, algo así como una obsesión que no
podía ser desbaratada bajo ningún argumento. Ya nada resultaba válido porque
los lazos de sangre la empujaban hacia la verdad, la única, la irreversible.
-¡Letizia! -gritó Manolo detrás de
la parra-. Sal, mujer, de una vez por todas que nos vamos para la casa. Será de
Dios, es que no me escuchas…
-Bueno, hombre, no la trate
así -dijo la dueña de la pensión cansada de tanto renegar y aturdida por la voz
de Manolo.
Letizia parecía sorda; de la
habitación no se había movido y seguía arreglándose con el entusiasmo de una
adolescente. El cambio era sorprendente, parecía otra persona más joven y más
bella.
-Papá yo sé que me estás esperando
porque tenemos mucho que decirnos. Perdona te he abandonado. He sido egoísta
contigo pero tú sabes lo que he sufrido -repetía como si estuviera estudiando
para dar examen.
-¡Letizia! -gritaba Manolo fuera de
sí pues había perdido la paciencia.
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