-¡Yo lo sabía! -dijo Manuela
envuelta en penumbras cuando le comunicaron la noticia-. Letizia quería
encontrarse con su padre.
Manolo, aturdido, se encaminó hacia
la calle porque debía ocuparse de los formalismos.
“Nada es tan exacto como saber que la vida es un continuo transcurrir de
los días, y que hay un lugar en el cosmos donde la paz anida sus amadas
criaturas.”
Todos sentían como si alguien
hubiera apagado el fuego en medio de un hueco ahogado de cenizas y de huesos;
mucho cansancio y aridez donde los objetos se desordenaban y los retratos eran
sólo recuerdos.
La imagen de Encarnación, de veinte
años, colgaba de la pared principal. Damián la observaba mientras recorría los
contornos porque se veía real. Era la réplica que guardaba la memoria en
resplandores furtivos que entretejían su historia de vida, tan rica y tan
diferente a la de Letizia.
El atardecer lo sorprendía, muchas
veces, con los álbumes del casamiento de sus padres en las manos porque no se
cansaba de mirar a Encarnación. Había pasado demasiado tiempo solo, enfermo,
sin el calor de aquella mujer irrepetible. La sentía viva más que nunca porque
se había encontrado con ella por primera vez. Ya nadie se la quitaría…
Bajo las lámparas agitadas por la
ventisca, en un paisaje que parecía de fin del mundo, todos ellos, los que
quedaron deambulando en el centro de la nada, despidieron los restos mortales
de Letizia. Eran espíritus que retornaban del ayer al incansable tañido del
reloj.
A Letizia la recordaron en sus
actos mínimos, tan solitarios como sus palabras: el amor a su padre, la
obediencia, la entrega total, su indefensión, el llanto… más tarde la lucha por
salvarle la vida a Lucía envuelta en sus hábitos de abad transgresor.
Sus hijas no sentían nada por ella porque casi no la conocieron pero parecían destruidas y sin futuro: jóvenes taciturnas, melancólicas al extremo, casi depresivas. No sabían cuál era la verdad pero entendían que debían comenzar de nuevo para intentar borrar el destino marcado.
Pasó el tiempo…
Manuela, con los miedos infantiles
y las pérdidas más queridas, rodeada de tisanas, licores de sal, cremas batidas
y filosofías egipcias, se fue tratando de darle forma a la felicidad a través
de la sabiduría, con ciento diez años cumplidos, hacia su última noche.
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El SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
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