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El silencioso grito de Manuela (Cap XIX 4ta parte)

 


Manuela sintió que empezaba a lidiar con un nuevo problema. ¿Cómo haría para decirle que Julián había muerto? ¿Sería mejor ocultar la verdad y mentirle?

-¡Vamos, papá, papá! -llamaba Letizia a su cómplice y amigo de tantas aventuras, el ser que la amaba más que a su vida.

-Niña -dijo Manuela entre sollozos-, tu padre ha salido.

Letizia pareció no escuchar porque ya había olvidado la pregunta. Era lógico que experimentara esa conducta ambigua; estaba enferma y sin tratamiento alguno. Si nadie se hacía cargo de ella, nunca se recuperaría porque no se daba cuenta de su mal.

Dolores y Laura, ya grandes y con un recuerdo borroso de su imagen, se acercaron despacio y con cautela.

-¿Quiénes son estas jóvenes? Ya sé no me digan nada, son las hijas de José. ¡Ingrato! José, campesino embrutecido, no sabía valorar a una mujer. ¿Las ha amado? Seguro que no porque era egoísta e indiferente y se movía entre la maleza como iguana rastrera.

-¡Basta! -dijo Dolores y salió corriendo a refugiarse en su habitación. No podían vivir con una persona en esas condiciones. La soledad que siempre sintieron desde chicas las colocaba en un lugar de abatimiento.

Manuela, tan niña y vacía como ellas, sentía el amor de una madre que no renunciaba y que tampoco tomaba represalias hacia el último ser que le quedaba en ese camino sinuoso que se tornaba, por la pesadez de los años, en un sendero recto y corto.

Una palabra era suficiente para que Manuela callara aunque Letizia la mirara con una expresión curiosa y fastidiada. Se notaba que no quería quedarse a vivir en la residencia porque desconocía el lugar.

-Escucho ladridos. ¿Hay un mastín en el patio trasero?

-No hay animales.

-Ah… ¿qué pasó con la gata Máxima?

-Murió de vieja.

-Como Rocío, Encarnación y Lucía que se fueron a cumplir años a otro sitio, ¿verdad? o han regresado. ¡No las ocultes que las quiero ver!

-No están pero no pienses en eso ahora. Ven con tu madre que es la única que te dará consuelo y será tu guía.

-¡No necesito lazarillos! Soy una religiosa que tiene su camino trazado desde que ha nacido, una alumna que sigue los pasos de su maestro y asume las ideologías.

-Hija, recapacita por el amor de Dios.

-Quiero tu juramento. Busca a mi padre y dile que lo amo. Necesito su caridad y protección porque él sí me quiere. Me ha ayudado siempre a superar los miedos; tú te ibas a tu techumbre de paja y arañas a rezarle a los murciélagos mientras yo lloraba por los rincones -dijo Letizia amenazando a Manuela que comenzó a tenerle miedo cuando vio su mirada encendida por una furia irracional.



De repente, se levantó y la empujó entre las sillas del comedor; tomó su bastón comenzó a romper los objetos, uno a uno, la cristalería, a las plantas las arrancó de raíz, se golpeó la cabeza con el marco de la puerta y finalmente se desmayó. Llegaron, asustadas por los gritos, Dolores y Laura que ayudaron a Manuela a incorporarse del piso donde se encontraba sepultada por bandejas, trozos de platos, tazas y velas. Entre las tres llevaron a Letizia al cuarto y llamaron a un médico.

Ella estaba ilesa recostada en la cama con el edredón de terciopelo rojo, sólo que no se veía igual a la joven de antaño. Parecía reclamar otro tipo de atención, algo diferente que evidenciaba alguna anormalidad; el impacto de verla resultaba escalofriante ante la presencia de las hijas y de Manuela que, aunque la conocía mucho, no dejaba de sorprenderse ante los estragos de la enfermedad mental.

No existía un horizonte de expectativas para esa mujer, arrastrada por la inseguridad de la memoria, que se adhería a los muros de un presente que no le decía nada y del que quería escapar porque no lo entendía.

-No es mi madre -dijo Laura que casi no la recordaba; trataba de disculparse porque no sentía nada por ella, menos después de oír cómo Letizia despreciaba a su padre a quien amaban más allá de los vicios y de los defectos.

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EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
Eternamente Manuela
Los estragos de una enfermedad mental.

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