Manuela sintió que empezaba a
lidiar con un nuevo problema. ¿Cómo haría para decirle que Julián había muerto?
¿Sería mejor ocultar la verdad y mentirle?
-¡Vamos, papá, papá! -llamaba
Letizia a su cómplice y amigo de tantas aventuras, el ser que la amaba más que
a su vida.
-Niña -dijo Manuela entre
sollozos-, tu padre ha salido.
Letizia pareció no escuchar porque
ya había olvidado la pregunta. Era lógico que experimentara esa conducta
ambigua; estaba enferma y sin tratamiento alguno. Si nadie se hacía cargo de
ella, nunca se recuperaría porque no se daba cuenta de su mal.
Dolores y Laura, ya grandes y con
un recuerdo borroso de su imagen, se acercaron despacio y con cautela.
-¿Quiénes son estas jóvenes? Ya sé
no me digan nada, son las hijas de José. ¡Ingrato! José, campesino embrutecido,
no sabía valorar a una mujer. ¿Las ha amado? Seguro que no porque era egoísta e
indiferente y se movía entre la maleza como iguana rastrera.
-¡Basta! -dijo Dolores y salió
corriendo a refugiarse en su habitación. No podían vivir con una persona en
esas condiciones. La soledad que siempre sintieron desde chicas las colocaba en
un lugar de abatimiento.
Manuela, tan niña y vacía como
ellas, sentía el amor de una madre que no renunciaba y que tampoco tomaba
represalias hacia el último ser que le quedaba en ese camino sinuoso que se
tornaba, por la pesadez de los años, en un sendero recto y corto.
Una palabra era suficiente para que
Manuela callara aunque Letizia la mirara con una expresión curiosa y
fastidiada. Se notaba que no quería quedarse a vivir en la residencia porque
desconocía el lugar.
-Escucho ladridos. ¿Hay un mastín
en el patio trasero?
-No hay animales.
-Ah… ¿qué pasó con la gata Máxima?
-Murió de vieja.
-Como Rocío, Encarnación y Lucía
que se fueron a cumplir años a otro sitio, ¿verdad? o han regresado. ¡No las
ocultes que las quiero ver!
-No están pero no pienses en eso
ahora. Ven con tu madre que es la única que te dará consuelo y será tu guía.
-¡No necesito lazarillos! Soy una
religiosa que tiene su camino trazado desde que ha nacido, una alumna que sigue
los pasos de su maestro y asume las ideologías.
-Hija, recapacita por el amor de
Dios.
-Quiero tu juramento. Busca a mi padre y dile que lo amo. Necesito su caridad y protección porque él sí me quiere. Me ha ayudado siempre a superar los miedos; tú te ibas a tu techumbre de paja y arañas a rezarle a los murciélagos mientras yo lloraba por los rincones -dijo Letizia amenazando a Manuela que comenzó a tenerle miedo cuando vio su mirada encendida por una furia irracional.
De repente, se levantó y la empujó
entre las sillas del comedor; tomó su bastón comenzó a romper los objetos, uno
a uno, la cristalería, a las plantas las arrancó de raíz, se golpeó la cabeza
con el marco de la puerta y finalmente se desmayó. Llegaron, asustadas por los
gritos, Dolores y Laura que ayudaron a Manuela a incorporarse del piso donde se
encontraba sepultada por bandejas, trozos de platos, tazas y velas. Entre las
tres llevaron a Letizia al cuarto y llamaron a un médico.
Ella estaba ilesa recostada en la
cama con el edredón de terciopelo rojo, sólo que no se veía igual a la joven de
antaño. Parecía reclamar otro tipo de atención, algo diferente que evidenciaba
alguna anormalidad; el impacto de verla resultaba escalofriante ante la
presencia de las hijas y de Manuela que, aunque la conocía mucho, no dejaba de
sorprenderse ante los estragos de la enfermedad mental.
No existía un horizonte de
expectativas para esa mujer, arrastrada por la inseguridad de la memoria, que
se adhería a los muros de un presente que no le decía nada y del que quería
escapar porque no lo entendía.
-No es mi madre -dijo Laura que casi
no la recordaba; trataba de disculparse porque no sentía nada por ella, menos
después de oír cómo Letizia despreciaba a su padre a quien amaban más allá de
los vicios y de los defectos.
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