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El silencioso grito de Manuela (Cap XX 1era parte)

 


Manuela nunca se cuestionó el origen de las cosas porque ese interrogante estaba resuelto: Dios era el artífice de todo, aunque todavía podía investigar para tratar de aliviar el deseo de escuchar de alguien una explicación.

Con su manta ceremonial en ese habitáculo antiguo, ella ofrendaba lo que más amaba. Había escuchado los ecos de la Madre Tierra o Pachamama, una de las deidades femeninas más importantes del mundo andino. Por medio de los rituales y de las dádivas cada persona, desde su creencia, entregaba su devoción, pedía por el bienestar, por la salud y la prosperidad de los seres queridos.

Manuela trataba de recoger aquello que sumara una esperanza para llegar a la sanación de Letizia. Poseía los secretos que encerraban las plantas y los efectos de su curación como simbolismo para la eficacia del rito. Colocaba fotos de su hija rodeadas de velones negros que se apagaban a medida de que los siguientes se iban encendiendo con el aroma a laurel, a enebro y a un fruto, traído de América, que ella llamaba berberys, muy pequeño y de color violeta oscuro. Manuela sabía que estaba postergando algo que aún no conocía en su totalidad pero que era inevitable como sus presentimientos. De nada le valían las demoras; tal vez debía dejar en libertad a Letizia para que llegara, por sí misma, a algún lugar, a su propio infierno o a su propio cielo pero sin lidiar más con la vida. El peligro potencial estaba latente desde tiempos pretéritos; sabía que no podía corregir la rebeldía de Letizia ni su neurótica manera de huir ni volver atrás el pasado para revertirlo. La comunicación se hallaba empobrecida porque las habilidades lingüísticas de su hija que, deterioradas por la demencia, producían malestar y dolor.


 

A la mañana siguiente, Letizia se incorporó de esa cama de infante y se dio cuenta de que no se hallaba en la pensión porque no escuchaba los gritos de Socorro ni los susurros de los inquilinos. Igualmente sintió cierta presión en el entorno que la paralizó, como si muchos ojos estuvieran detrás de las paredes en un juicio villano sobre sus movimientos. Aborrecía ese lugar y hacía un esfuerzo titánico para mantenerse quieta porque la desbordaba la ansiedad de irse de allí en busca de la nada, del principio o de lo inevitable. No lo sabía. Su inestabilidad se contraponía a la rigidez de su cuerpo que se potenciaba con pequeños giros. Esa casa la amarraba a un pasado que no quería recordar porque ya era tarde para regresar al comienzo; no podía tampoco volver al presente.

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EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
Eternamente Manuela
La Madre Tierra

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