Manuela nunca se cuestionó el
origen de las cosas porque ese interrogante estaba resuelto: Dios era el
artífice de todo, aunque todavía podía investigar para tratar de aliviar el
deseo de escuchar de alguien una explicación.
Con su manta ceremonial en ese
habitáculo antiguo, ella ofrendaba lo que más amaba. Había escuchado los ecos
de
Manuela trataba de recoger aquello
que sumara una esperanza para llegar a la sanación de Letizia. Poseía los
secretos que encerraban las plantas y los efectos de su curación como
simbolismo para la eficacia del rito. Colocaba fotos de su hija rodeadas de
velones negros que se apagaban a medida de que los siguientes se iban
encendiendo con el aroma a laurel, a enebro y a un fruto, traído de América,
que ella llamaba berberys, muy pequeño y de color violeta oscuro. Manuela sabía
que estaba postergando algo que aún no conocía en su totalidad pero que era
inevitable como sus presentimientos. De nada le valían las demoras; tal vez
debía dejar en libertad a Letizia para que llegara, por sí misma, a algún
lugar, a su propio infierno o a su propio cielo pero sin lidiar más con la
vida. El peligro potencial estaba latente desde tiempos pretéritos; sabía que
no podía corregir la rebeldía de Letizia ni su neurótica manera de huir ni
volver atrás el pasado para revertirlo. La comunicación se hallaba empobrecida
porque las habilidades lingüísticas de su hija que, deterioradas por la
demencia, producían malestar y dolor.
A la mañana siguiente, Letizia se
incorporó de esa cama de infante y se dio cuenta de que no se hallaba en la
pensión porque no escuchaba los gritos de Socorro ni los susurros de los inquilinos.
Igualmente sintió cierta presión en el entorno que la paralizó, como si muchos
ojos estuvieran detrás de las paredes en un juicio villano sobre sus
movimientos. Aborrecía ese lugar y hacía un esfuerzo titánico para mantenerse
quieta porque la desbordaba la ansiedad de irse de allí en busca de la nada,
del principio o de lo inevitable. No lo sabía. Su inestabilidad se contraponía
a la rigidez de su cuerpo que se potenciaba con pequeños giros. Esa casa la
amarraba a un pasado que no quería recordar porque ya era tarde para regresar
al comienzo; no podía tampoco volver al presente.
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