Una herrumbrada puerta definía el
perímetro de la residencia. El portón de rejas desteñidas estaba cerrado. El
chirrido de los hierros mostraba cierto clima de abandono. Las hijas de Letizia
estaban abatidas, tanta era la impresión de verla que miraban para otro lado
como quien trata de no pasar delante de los espejos para no contemplar su
ruina. Ella con el sombrero caído observaba los movimientos de cada uno pues se
consideraba un cadáver al que estaban velando: demasiado llanto y flores, todos
vestidos de luto.
-¿Y los gatos? -preguntó, pero nadie
respondió.
Letizia se aferró a Manuela porque
ese lugar le daba terror; pensaba que allí vivía la desgracia y las almas
inocentes acumuladas en el living con sus respectivos retratos.
-¿No extrañabas tu casa?
-¿Qué casa?
Nadie podía reanudar un diálogo
porque Letizia se hallaba a mil kilómetros de distancia, en las alturas, entre
encajes de Venecia, con su hija Lucía y los libros de aventuras, con José
quemándole la cabeza con sus reproches.
De pronto, se dio vuelta y le dijo
a Manolo:
-Vete, desvelado, devuélveme a
Antonio. ¡No existes!
Él, totalmente aturdido y a la vez feliz por tener que dejar esa
responsabilidad en manos de otro, se fue sin decir una palabra, mientras
Manuela, con su bastón, lo perseguía a los gritos:
-Ven acá, hombre, ten fe, te
necesito…
-No, señora, no puedo
ayudarla. Siento el cuerpo viejo, sabe.
Creo que ya no debo mirarla. Es como si la resignación me diera un plazo de
vida. Hasta acá llegué… Dígale a Damián que la ayude, él ya es grande o a
Alejandro Roca.
-Deja de vengarte de una pobre
anciana, no sabes que tengo miedo y que mis ungüentos no me sirven. No dejes de
quererla porque se da cuenta.
-No me importa -dijo Manolo, y se
alejó rápidamente como si estuviera huyendo de temibles jaguares, pumas,
quirquinchos y serpientes. No quería que nada lo atara a las grietas de esas
paredes de ladrillos roídos. Le dolió ese bienestar porque lo sintió en la
carne de los otros, de las hijas que tenían que quedarse a su lado. Tan jóvenes
con un pasado y un presente desmembrado.
Manuela abstraída por la fuerza del
amor de madre, pensaba que valía más la contemplación de una enfermedad que no
verla más; no podía dejar de ceder frente a su propio egoísmo pero guardaba
recuerdos para cuando ella se fuera definitivamente.
-El alma se aleja de nosotros.
Estamos perdidos en su niebla.
Los sentidos de Letizia escapaban
como caballos asustados porque nada le era familiar.
Manuela sonrió con los ojos húmedos
y emitió un suspiro. Se quedó sentada frente a su hija; sentía, al tocar su
cara, el frío de la noche. Ese mismo hielo de la piel de Lucía.
-Y los árboles, el cañaveral, los
anzuelos, los remos… -dijo Letizia, tal vez, recordando a Encarnación.
-Está más cerca de los muertos que de los vivos -comentó Damián.
-Calla que escucha. No la
contradigas que cuando habla es mejor que cuando se mantiene en silencio.
-No soporto, abuela, este
sometimiento.
-Pues vete y déjame sola como
siempre lo he estado. Para qué se hacen los dolientes si casi no la conocen.
-Madre, deja de gritar y llama a mi
padre. Mi viejo amor, él sí sabe cómo tiene que tratarme ahora que he
regresado. ¡Papá… ven a abrazarme, por favor!
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