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El silencioso grito de Manuela (Cap XIX 3era parte)

 


Una herrumbrada puerta definía el perímetro de la residencia. El portón de rejas desteñidas estaba cerrado. El chirrido de los hierros mostraba cierto clima de abandono. Las hijas de Letizia estaban abatidas, tanta era la impresión de verla que miraban para otro lado como quien trata de no pasar delante de los espejos para no contemplar su ruina. Ella con el sombrero caído observaba los movimientos de cada uno pues se consideraba un cadáver al que estaban velando: demasiado llanto y flores, todos vestidos de luto.

-¿Y los gatos? -preguntó, pero nadie respondió.

Letizia se aferró a Manuela porque ese lugar le daba terror; pensaba que allí vivía la desgracia y las almas inocentes acumuladas en el living con sus respectivos retratos.

-¿No extrañabas tu casa?

-¿Qué casa?

Nadie podía reanudar un diálogo porque Letizia se hallaba a mil kilómetros de distancia, en las alturas, entre encajes de Venecia, con su hija Lucía y los libros de aventuras, con José quemándole la cabeza con sus reproches.

De pronto, se dio vuelta y le dijo a Manolo:

-Vete, desvelado, devuélveme a Antonio. ¡No existes!

Él, totalmente aturdido y  a la vez feliz por tener que dejar esa responsabilidad en manos de otro, se fue sin decir una palabra, mientras Manuela, con su bastón, lo perseguía a los gritos:

-Ven acá, hombre, ten fe, te necesito…

-No, señora, no puedo ayudarla.  Siento el cuerpo viejo, sabe. Creo que ya no debo mirarla. Es como si la resignación me diera un plazo de vida. Hasta acá llegué… Dígale a Damián que la ayude, él ya es grande o a Alejandro Roca.

-Deja de vengarte de una pobre anciana, no sabes que tengo miedo y que mis ungüentos no me sirven. No dejes de quererla porque se da cuenta.

-No me importa -dijo Manolo, y se alejó rápidamente como si estuviera huyendo de temibles jaguares, pumas, quirquinchos y serpientes. No quería que nada lo atara a las grietas de esas paredes de ladrillos roídos. Le dolió ese bienestar porque lo sintió en la carne de los otros, de las hijas que tenían que quedarse a su lado. Tan jóvenes con un pasado y un presente desmembrado.

Manuela abstraída por la fuerza del amor de madre, pensaba que valía más la contemplación de una enfermedad que no verla más; no podía dejar de ceder frente a su propio egoísmo pero guardaba recuerdos para cuando ella se fuera definitivamente.

-El alma se aleja de nosotros. Estamos perdidos en su niebla.

Los sentidos de Letizia escapaban como caballos asustados porque nada le era familiar.

Manuela sonrió con los ojos húmedos y emitió un suspiro. Se quedó sentada frente a su hija; sentía, al tocar su cara, el frío de la noche. Ese mismo hielo de la piel de Lucía.

-Y los árboles, el cañaveral, los anzuelos, los remos… -dijo Letizia, tal vez, recordando a Encarnación.

-Está más cerca de los muertos que de los vivos -comentó Damián.



-Calla que escucha. No la contradigas que cuando habla es mejor que cuando se mantiene en silencio.

-No soporto, abuela, este sometimiento.

-Pues vete y déjame sola como siempre lo he estado. Para qué se hacen los dolientes si casi no la conocen.

-Madre, deja de gritar y llama a mi padre. Mi viejo amor, él sí sabe cómo tiene que tratarme ahora que he regresado. ¡Papá… ven a abrazarme, por favor!

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EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
Eternamente Manuela
Amor de Madre

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