¿Y
la laguna de patos?
Demasiado
inmensa era su fascinación. Me sentaba en la orilla entre los plumerillos y los
miraba, había también flamencos y más lejos desplegaba su belleza el pavo real.
Era la chacra de mi tío con sus ovejas y dulces de duraznos. Mi tía Carmen
azucaraba los encuentros entre cortinas al crochet y tejidos. Tenía la voz
suave con en susurros y me recibía con sus abrazos de mamá tierna y consoladora.
Bordaba manteles y servía un té con masitas en aquellas tacitas inmaculadas.
Llegaba la abuela María y el tío Antonio. Eran demasiado distantes porque
vivían como esos pájaros: libres, sin pensar, en comunión completa con el
presente y su más pura esencia.
No sería yo sin esos recuerdos porque habitaban los recodos de los días, dejando señales de respeto y de valores. Los principios y la honestidad como baluarte.
‒A
la escuela se va a estudiar‒decía mi madre pero yo ya lo sabía desde épocas
inmemoriales. Contaba los días para vivir aquel primer encuentro. El colegio de
monjas, al que asistió mi padre, era el mejor lugar. Nadie me lo decía. Siempre
supe que ser mayor era la mejor opción y por eso ensayaba con mi mejor máscara.
‒¡No quiero que vengas!‒amenazaba a mi madre cuando iba por aquellas veredas de otoño rumbo al colegio. Ella me cuidaba, venía a media cuadra y yo, de a ratos, me daba vueltas para asegurarme de que no me siguiera los pasos. Mi madre se escondía detrás de un árbol. Me sentía adulta, no necesitaba la custodia de quien ordenaba demasiado. ¿Para qué? No hacía falta.
El
llanto, al oírlo, me dejaba un nudo en la garganta.
‒Claro, lloran porque son chiquitos‒decía mientras trataba de dibujar arabescos absurdos en una hoja de papel con una témpera sin brillo. ¡Me aburría tanto! Quería escribir, ya sabía las letras y los números pero debía soportar las lágrimas que aparecían y que dejaban sin vuelo mis anhelos de aprender. El tiempo se quedaba detenido y las frustraciones eran esferas estáticas que me obligaban al retiro, a buscar la palabra como fuente vital: la necesidad de permanencia.
Las hojas verdes
en las baldosas rojas
infancia pura.
Sola,
en mi cuarto de mosaicos, jugaba con todas las horas. A un lado de la cama,
había un velador y un banquito de madera; al otro una muñeca. Escuchaba las
campanas de la escuela y el murmullo de las monjitas. Mi cuento preferido: el
gallito Crestita.
Mi
vida era una fábula con gatos y rosas. La inspiración de duende rondaba en mi
alma donde nacía el agua de todos los llantos, la inocencia madura de mis ojos
negros, la huella de Alfonsina, Quiroga y Juan R. Jiménez. Mark Twain aparecía
más tarde en el papel de Príncipe y
Mendigo cuando los pensamientos se exiliaban entre los muñecos y los
gorriones picoteaban las cerezas rojas. Dormían en los textos de estudio Mariano
Moreno y Magallanes mientras elevaba
su voz el Himno Nacional en las mañanas de invierno con banderas, hojas muertas
y silencio de capilla.
El
Martín Fierro dormía en la mesa de
noche mientras las voces de Sherlock Holmes y Ágatha Christie buscaban sus víctimas para controlar
los desafíos. Sentía la edad como siglos y la muchedumbre golpear a la puerta.
‒Falleció
el abuelito Juan. Lo siento mucho.
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Hija única. Libro de Recuerdos
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