lunes, 3 de octubre de 2022

Hija única. Libro de Recuerdos---3era parte

 


¿Y la laguna de patos?

Demasiado inmensa era su fascinación. Me sentaba en la orilla entre los plumerillos y los miraba, había también flamencos y más lejos desplegaba su belleza el pavo real. Era la chacra de mi tío con sus ovejas y dulces de duraznos. Mi tía Carmen azucaraba los encuentros entre cortinas al crochet y tejidos. Tenía la voz suave con en susurros y me recibía con sus abrazos de mamá tierna y consoladora. Bordaba manteles y servía un té con masitas en aquellas tacitas inmaculadas. Llegaba la abuela María y el tío Antonio. Eran demasiado distantes porque vivían como esos pájaros: libres, sin pensar, en comunión completa con el presente y su más pura esencia.

No sería yo sin esos recuerdos porque habitaban los recodos de los días, dejando señales de respeto y de valores. Los principios y la honestidad como baluarte.



‒A la escuela se va a estudiar‒decía mi madre pero yo ya lo sabía desde épocas inmemoriales. Contaba los días para vivir aquel primer encuentro. El colegio de monjas, al que asistió mi padre, era el mejor lugar. Nadie me lo decía. Siempre supe que ser mayor era la mejor opción y por eso ensayaba con mi mejor máscara.

‒¡No quiero que vengas!‒amenazaba a mi madre cuando iba por aquellas veredas de otoño rumbo al colegio. Ella me cuidaba, venía a media cuadra y yo, de a ratos, me daba vueltas para asegurarme de que no me siguiera los pasos. Mi madre se escondía detrás de un árbol. Me sentía adulta, no necesitaba la custodia de quien ordenaba demasiado. ¿Para qué? No hacía falta.


El llanto, al oírlo, me dejaba un nudo en la garganta.

‒Claro, lloran porque son chiquitos‒decía mientras trataba de dibujar arabescos absurdos en una hoja de papel con una témpera sin brillo. ¡Me aburría tanto! Quería escribir, ya sabía las letras y los números pero debía soportar las lágrimas que aparecían y que dejaban sin vuelo mis anhelos de aprender. El tiempo se quedaba detenido y las frustraciones eran esferas estáticas que me obligaban al retiro, a buscar la palabra como fuente vital: la necesidad de permanencia.

Las hojas verdes

en las baldosas rojas

infancia pura.

 

Sola, en mi cuarto de mosaicos, jugaba con todas las horas. A un lado de la cama, había un velador y un banquito de madera; al otro una muñeca. Escuchaba las campanas de la escuela y el murmullo de las monjitas. Mi cuento preferido: el gallito Crestita.

Mi vida era una fábula con gatos y rosas. La inspiración de duende rondaba en mi alma donde nacía el agua de todos los llantos, la inocencia madura de mis ojos negros, la huella de Alfonsina, Quiroga y Juan R. Jiménez. Mark Twain aparecía más tarde en el papel de Príncipe y Mendigo cuando los pensamientos se exiliaban entre los muñecos y los gorriones picoteaban las cerezas rojas. Dormían en los textos de estudio Mariano Moreno y Magallanes mientras elevaba su voz el Himno Nacional en las mañanas de invierno con banderas, hojas muertas y silencio de capilla.

El Martín Fierro dormía en la mesa de noche mientras las voces de Sherlock Holmes y Ágatha Christie buscaban sus víctimas para controlar los desafíos. Sentía la edad como siglos y la muchedumbre golpear a la puerta.

‒Falleció el abuelito Juan. Lo siento mucho.

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Hija única. Libro de Recuerdos

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