Sallie se acercó al fuego porque el frío era intenso.
−¡Katherine! –gritó Charlotte−. ¡Trae más leña! Aquí el verano tarda en entrar, hace una visita corta, por formalidad, trae campanillas azules, lirios amarillos, orquídeas fucsias, rosales salvajes, zarzamoras, linarias, dédalos y brezo con el subido de color bermejo… Y así, con tanto regalo, se olvidan por un rato, breve, los días umbrosos de diciembre.
La criada se fue rápidamente con su andar sobrio y misterioso, tan enigmático como la famosa patrona y propietaria. Quizá, era ama de llaves. La imaginaba así, de ese modo, la soñadora incorregible de Sallie Deam.
Frente al ardor de las llamas, se podía contemplar la figura esbelta de Charlotte que continuaba en silencio, demasiado castigada por la vida, pálida y aburrida.
Sallie era una adolescente; tenía facciones menudas y mirada pícara. No sabía cómo llegar a Charlotte. La veía cercana, pero la sentía lejos. La ansiedad le oprimía el pecho, quería hablar y no encontraba palabras, no le salían, porque todo era muy extraño, hasta las tazas de té.
De pronto, apareció un hombre con un gabán oscuro y la miró con los ojos entornados y con demasiada desconfianza. Su pelo era castaño y se lo veía, físicamente, algo desalineado. Era el pastor Arthur Bell Nicholls, vicario en la parroquia del padre de Charlotte, el marido.
El señor Brontë no quería que se casaran, pero Arthur pudo convencerlo. Fue un arduo trabajo que le llevó meses.
−¿Y la señorita? –preguntó con una voz inquietante que le perforó la piel y la dejó tan vulnerable que empezó a temblar. Ese hombre la intimidaba.
−Ha venido a hacerme una propuesta. Por favor, querido, déjanos solas.
−No. Es importante que yo sepa de qué se trata –respondió con autoridad.
−¡No es importante! –exclamó Charlotte, mostrando su carácter oculto; el resabio de ser tan salvaje como desesperanzada.
El hombre se retiró disconforme.
La habitación estaba destemplada debido al frío y se escuchaba el viento que arrastraba con todo aquello que se le cruzaba en el camino. Katherine acomodaba la leña que iba trayendo desde la cocina y miraba a Sallie desde la distancia, recelosa y fantasmal, helada.
−Ya se viene la noche y no me has dicho a qué debo tu presencia. Qué pasa, tanto entusiasmo del principio se ha apagado. ¿Tienes algún temor?
−No. Yo soy escritora –sabe− como usted. Bueno… como usted no. Quise decir… −se estremeció por el error que acababa de cometer.
Charlotte, con la mirada en la costura, se sonrió al comprobar las torpezas de la “escritora”.
−Dime…
−Bueno, disculpe. Yo quisiera, con su permiso, escribir un libro.
−Hazlo… ¿Por qué tienes que tener mi permiso?
−Porque quiero escribir sobre las hermanas Brontë, las memorias, vida, amores, sus obras, tristezas y alegrías, compañerismo…
−¡Eso nunca! –gritó Charlotte y Sallie se asustó y se puso de pie. Se acomodó la falda, se colocó el sombrero, la capa que llevaba como abrigo y no intentó contradecirla−. ¿Qué haces?
−Me voy. Disculpe las molestias. Créame, no fue mi intención molestarla, se trató de un atrevimiento que no me perdonaré nunca. ¿Cómo yo, que no soy nadie, puedo querer escribir la biografía de mujeres tan únicas e irrepetibles? Eso lo tiene que hacer un gran autor, un profesional que esté a la altura.
−Niña caprichosa.
−¿Qué? Me voy. Mil perdones. Igual le agradezco el té y la predisposición. Me ha cumplido un sueño: el de haberla conocido.
Ese comentario a Charlotte Brontë le gustó mucho y dejó la costura de lado y la miró fijo. Sallie bajó el rostro, con vergüenza.
−Eres obstinada y perseverante. Sabes que así hay que ser en la vida para alcanzar los sueños; perseguirlos y jamás abandonarlos. Si es lo que amas de verdad. Nosotras lo fuimos a pesar de las circunstancias, del entorno y de las dificultades por ser autoras femeninas. Tienes que convertirte en varón.
−¿Qué?
−Sí, niña, firmar con otro nombre, pero de varón. Así serás aceptada, y después no claudicar jamás. Eso sí, estudia, aprende, dedícale todo tu tiempo y más, lee e investiga. Piensa en ti y no en los lectores posibles, si los consigues porque es difícil. Haz tu trabajo lo mejor que puedas y supérate a ti misma, sin competir y sin mirar al costado. Y si fracasas, tómalo como una experiencia, aprendizaje, para intentarlo de nuevo por otra vía, con más elementos, con otros, y con la sabiduría que da el tiempo.
−Gracias por los consejos, no los olvidaré mientras viva. Adiós.
−¿Cuándo empezamos? –agregó Charlotte con entusiasmo.
Sallie Deam comenzó a llorar de emoción.
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