viernes, 29 de abril de 2022

Tu sillón vacío (Cap I-Las seis hermanas. Segunda parte)

 


La familia constituía el centro de la vida de la colonia y los padres, a los que no sólo los hijos sino también los servidores y los esclavos profesaban respeto profundo y absoluta obediencia, determinaban y juzgaban las acciones de sus hijos y también la de todos aquellos que congregaban la institución patriarcal.

Pedro era un hombre de mucho carácter, de allí venía el genio de sus hijas. El gesto adusto lo convertía en un caballero de temer, muy inteligente para los negocios pero demasiado altanero con las personas del lugar. Con su esposa Asunción hablaban todo el tiempo de negocios, se enojaban mucho y entonces nadie entendía nada.

‒¡Piedad!‒gritaba Asunción cansada de los autoritarios modales de su esposo.

Ella tenía sesenta años pero parecía de noventa; su rostro se hallaba delineado por surcos y contornos áridos. Los vestidos largos armados con miriñaques y llenos de volados le daban un aspecto de anciana dormida entre el sopor del estío y sin retorno. Llevaba una capota roja coronada por un moño atado en el cuello que la sepultaba bajo la ceniza de los años. Ya no tenía esperanzas ni metas, como si todo lo que hubiera deseado en la vida lo hubiera alcanzado. Comía y dormía igual que los animales felices.

Es que como el jefe de la familia era don Pedro, ella se limitaba a mantener las costumbres y la armonía del hogar. Allí adquiría prestigio y respeto. Lo sabía. Sus hijas le prestaban total obediencia y reconocimiento a ambos porque sabían que no se podía discutir o violar los mandatos.

La vida era ordenada y sencilla, religiosa y hogareña. Pedro presidía los actos habituales como los rezos, las comidas y las reuniones. Después de la cena, que se servía temprano, jugaban a los naipes y a la lotería. A veces, había música y bailaban… Esas tertulias no se prolongaban más allá de la medianoche.

Las diversiones públicas, además del teatro, que funcionaba en Buenos Aires y Montevideo consistían en corridas de toros, doma de potros y los festejos de carnaval.

Cobraban gran solemnidad las festividades religiosas, los actos de homenaje a los reyes y la celebración de algunos acontecimientos oficiales, como la llegada del virrey o de funcionarios importantes.


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Consolación veía cómo vivían sus hermanas en La Escalada. A la residencia llegaba el señor Asencio Ugarte, una especie de sanador que había estudiado algo de medicina en Europa, a atender a la madre que siempre alguna dolencia la aquejaba porque era muy frágil de salud. Ellas se peleaban por recibirlo y lo acosaban de manera sutil y diplomática con el anhelo de lograr su cariño. Él era demasiado inteligente y suponía, de antemano, esos argumentos que le causaban gracia. No imaginaba rendirse ante los requerimientos amorosos de esas mujeres un tanto absurdas en el manejo de los sentimientos.


¿Por qué ellas se confundían tanto? Es que no sabían amar de verdad. Esa conducta las precipitaba a un retiro obligado. Es que resultaban ser tan especiales: sagaces, calculadoras, ambiciosas y bonitas, pero nada de eso alcanzaba para lograr la felicidad que las hermanas no tenían a pesar de los esfuerzos y el dinero.

La gente del pueblo las conocía y ningún hombre se atrevía a acercarse a hablarles porque seguramente sería desestimado con un epíteto grotesco. Sólo tenían que ser caballeros de alto rango.

‒¿Qué tiene nuestra madre? ‒le preguntó Gertrudis que era la más sensata de todas.

‒Es que su señora madre es una persona débil, de riesgo. Tiene que cuidarse la presión arterial porque un disgusto puede ocasionarle un infarto o cualquier otra enfermedad grave.

‒Bueno… Asencio. Usted puede venir todos los días ‒agregó Dolores quien era  a la más provocativa y bella con sus rulos como el sol y una sonrisa cargada de sueños casi pueriles.

‒Es mi deber ‒respondió Asencio Ugarte quien tomó su maletín y rápidamente salió de la casa como escapando del asedio descontrolado de esas mujeres que hilaban la trama de una novela inverosímil todos los días.

Más tarde, se reunían a tejer o a bordar en el amplio comedor donde reinaba el mutismo de capilla. Casi no transitaban las veredas, solamente cuando acompañaban a su madre a misa en la iglesia del Pilar. La Escalada  tenía una calle principal con arboledas de lapacho rosado, tilos y ceibos. La mayoría de los habitantes eran campesinos que vivían entre la llanura y la población; necesitaban tener un lugar donde permanecer los últimos años o cuando la lluvia les cerraba arteramente los caminos rurales y no podían regresar a sus ranchos o estancias.

Tu sillón vacío
La Revolución de Mayo
-1810-

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