Después de terminar el colegio secundario a destiempo por la enfermedad, Letizia se enamoró de José Rodríguez.
Ella necesitaba volar de la persecución de Manuela pero ese amor le trajo más problemas y el acoso injustificado de una madre que no sabía simplificar las cosas.
-Morirás en esta prisión-decía Manuela desconsolada porque perdía el control de sus nervios y descuidaba a Encarnación que ya no estaba en cautiverio porque había conocido a alguien que iluminaba su torpeza de adolescente contradictoria.
Un paredón se elevaba entre las hermanas que se ahogaban…, una en la fe de Dios, otra en las pasiones terrenales.
Julián estudiaba a los candidatos que jugaban a conquistar; taimados, ignorantes, crueles o bondadosos eran observados como animales de presa con miedo o lástima.
En ese palacio de salas hexagonales, parecían hombres de piedra con todas las presiones de las dinastías. ¿Por qué tanto sacrificio? No había tiempo para enmendar errores porque estaban expuestos hasta sus pensamientos. Las bayonetas de Julián destrozaban la piel de esos hombres que no abandonaban la espada.
Letizia les servía jerez a cada uno y se sentaba a esperar respuestas, pero sólo hallaba miradas desgastadas y vigilantes. Manuela surgía desde las ignominias del castigo para pecar de soberbia aunque todos se daban cuenta de sus limitaciones.
La vida estaba cambiando con las generaciones pero el oprobio de los días se volvía crónico y definido por las distancias que se acortaban.
Para Manuela lo inasible era perder, entre lo real y lo imposible estaba la fobia escrita con la palabra “adiós”, el sermón entre sus labios apretados, la espera, el perdón como la única manera de salvarse.
Letizia salía, a menudo, con su novio agricultor; Encarnación la acompañaba, por pedido de Manuela, después ya no quiso soportar el tedio que le causaban esos dos enamorados. Ella también escribía su historia con desenfreno, entusiasmo, sin tanta magia porque sus pies estaban en la tierra.
-¡Ya no necesito tener coraje, soy valiente, tengo poder cuando todos se debilitan, sé reconocer el vértigo de la libertad y de la transgresión, no vivo en el pasado aunque esté entre cuatro paredes!-decía Encarnación a los gritos frente a un desmantelado espejo en el ala derecha del caserón de su abuela Francisca.
-Niña, calla, deja esa pantomima y compórtate como una señorita.
-Como una señorita boba, dirás.
-Eres una niña bien educada y debes demostrarlo…
-¡Soy una mujer!
A la abuela le resultaba imposible intimar con ella porque cercenaba cada uno de sus consejos con su forma de ver la realidad: un presente que sus padres querían imponerle a fuerza de presiones y de amenazas.
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