Sin embargo, a los quince años tuvieron que operarla por un problema que quedó puertas adentro. Fue trasladada desde Barbastro a Italia para la cirugía que, según los facultativos, era demasiado compleja.
Letizia se recuperó rápido porque esos nuevos aires la alejaron del control de su madre. Julián, quien la acompañó en el viaje, superó las expectativas pues se comportó como un padre contenedor que arrojó luz sobre los oscuros pensamientos de su hija, de la sociedad morbosa y de su círculo familiar. Sumergida en la medianía de una ciudad diferente, Letizia parecía haber crecido por esa experiencia triste que el destino le impuso sin estar preparada.
Manuela hablaba poco del tema pero dirigía su mirada a Encarnación que le alteraba los ánimos con su alboroto. Sus pupilas dilatadas hacían de esos ojos un abismo tan impenetrable como su alma abandonada al castigo de los miedos. Ella seguía siendo una criatura que sufría el desamparo de la muerte en conexión con la supervivencia. La Inquisición habitaba su vieja casona y quería devastar su futuro incierto.
Mientras cocinaba los buñuelos de acelga empapada con sus lágrimas, las hornallas se apagaban… Las horas transcurrían en monosílabos completos hasta la noche cuando, sentada frente al retrato de Rocío, oraba con el rosario de perlas en las manos. Existía tanta nada a su alrededor, simplezas y lujos, la incapacidad completa… A Manuela le parecía escuchar los grillos de la gata Máxima, las chicharras en los veranos de su infancia, los zorzales de los cuentos… Sentía el desapego del amor que se alejaba hacia un fin esperado y vivido de antemano.
Esa noche, Manuela no pudo descansar. Se recostó en la cama con la memoria desganada y miró los tirantes de madera, donde alguna araña había petrificado los cristales de la lámpara. Ella sabía que Letizia estaba por regresar porque el miedo, con sus vahos, se había colado por los pliegues de los herrajes, en los muros y en la crueldad de los sonidos noctámbulos. Cada día le recordaba una próxima separación.
Permaneció sentada bajo la montaña de escombros, ceñida a su esqueleto y emitiendo juicios como si eligiera las muertes con sus víctimas. El miedo era su verdad y la quebrantaba igual que si estuviera esperando un invierno más crudo, más anciano, pero endiablado por su furia. Manuela podía adivinar los pasos del futuro, la luz al final y el carrusel; muchos secretos aún no develados pero latentes.
¿Algún día terminaría la tortura de ser mártir?
El escalofrío de su cuerpo le decía que nadie volvería a pisar la tierra y se congelarían las tumbas de tanta indiferencia.
Manuela percibía que algo la derribaba frente a Dios. Ella lo amaba humildemente como su sierva pero no podía asumir las pérdidas; decía que allá, en el paraíso, estaría mejor pero en el fondo deseaba ser inmortal. El hecho de que algún día desaparecería de la faz del mundo era un tema difícil e inaceptable cargado de interrogantes que se fracturaba con las oraciones y le mostraba un edén posible. Exponía los salmos que le resultaban inconclusos porque no alcanzaban para suplir el desorden existencial en el que se hallaba perdida.
El miedo era tan fuerte que la paralizaba porque ya no podía dignificar los santos credos, aunque, a veces, la rescataban de la insensatez y aclaraban la desidia de su memoria.
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Un libro es maravilloso (para mí), es alma... y perdura en el tiempo y pasa de generación en generación dejando al menos algo de su autor.
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