2-ALUEN
CARMEN DE PATAGONES
LOS HOMBRES BLANCOS
En el verano de 1824, los habitantes de Carmen de Patagones hablaban azorados sobre la orden que había llegado del Ministro y Secretario de Gobierno, don Bernardino Rivadavia. Se otorgaba la libertad a la negra Juana y a su familia, propiedad hasta ese momento de doña Josefa García, esposa de don José Guardiola.
Esos comentarios traían confusión y enredos de alcoba que poco le importaban a Pedro Medina. Se sentó en una silla de paja de tres patas y se puso a recordar otros tiempos.
‒Hay que ser astuto para vencer. Con ropas y estandartes diferentes fuimos uno solo en aquel combate mientras las mujeres y los ancianos llevaban pañuelos rojos. Se veían desde lo alto de las murallas.
‒Hablando solo ‒le dijo un compañero que se acercó despacio y sin hacer ruido.
‒Es que no hay cómo molestar al silencio más que con un grito apagado, pero grito al fin. Uno acá se pone hosco, huraño y hasta se olvida de hablar.
‒Con una mujer todo se soporta: el viento, la tierra seca, y hasta la pobreza ‒respondió el amigo intentando darle ánimos a Pedro que parecía derrotado.
‒Para tener compañera hay que estar enamorado.
‒Eso no es cierto, acá se juntan entre parientes. Dicen que no hay que mezclar la sangre con otra nueva.
‒Eso no va conmigo.
De repente, se escucharon unos gritos que venían desde la calle y se asomaron a mirar. Era una mujer, una india joven, que corría desesperada hacia el río. Detrás iba un hombre mayor que ella, de unos cuarenta años, que parecía amenazarla con sus insultos. La muchacha lloraba.
Frente a la puerta de la casa, se asomaron doña Ramona y su sobrina Francisca que habían estado tomando mates en el patio, tratando de refugiarse del viento.
‒Allá va Aluen, ¡pobre muchacha! Otra vez el Manuel no la deja en paz.
‒¡Es tan buena! No parece indígena, se nota que está educada por los patrones ‒respondió Francisca.
‒Es que cuando estuvo en esta casa le enseñamos algo de castellano, mientras nos ayudaba en las labores diarias. ¡Oiga, don! ‒le gritó a Pedro‒. ¿Por qué no la ayuda?
Pedro Medina salió detrás de ellos sin que se lo dijeran dos veces. Alcanzó a atrapar a Manuel que estaba algo agotado por la persecución. Pedro lo tomó del cuello de la camisa que llevaba desabrochada y le preguntó con un tono brusco y desafiante como solía hacerlo siempre:
‒¿Qué quiere con la india?
‒¡Está en mi casa! ¡Qué le importa!
‒No sé, pero sospecho que por algo se escapaba y que usted es el culpable. ¿Me equivoco?
‒Si cree que me va a intimidar porque es un soldado está muy equivocado. ¡La busco, sí! Y ya sabe para qué…
Pedro le dio un empujón y lo dejó de cabeza en el lodo, sin poder moverse, y sin reaccionar. Le dolía todo el cuerpo. Manuel era el dueño de la casa donde Aluen trabajaba por comida y por una pieza. Él tenía esposa y dos hijas, pero le gustaba aquella hermosa nativa de ojos verdes y de pelo largo. Es que era bella y frágil, manipulable, tan etérea como un ángel, indefensa pero brava.
Pedro la buscó, pero ella se ocultó en la iglesia.
Manuel había escuchado que don Guardiola había perseguido hasta el cansancio a la negra Juana.
‒Te daré tu libertad a cambio de unos favores.
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