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Tu sillón vacío. (Cap II-María de la Cruz. Tercera parte)

 


El dinero era el principio y el fin de los propósitos y la vida giraba alrededor del éxito económico. Con esos códigos educó a sus hijas que eran, en su mayoría, su espejo porque no conocían otra forma de relacionarse con los demás. Eran exigentes y materialistas, testigos y protagonistas de un presente frívolo.

A Consolación no le importaba tanto el dinero, pero había heredado el carácter fuerte de su padre. Estaba consagrada a un esposo díscolo y ausente que remarcaba la pobreza y que no hacía nada por superarse.

‒Duelen los silencios ‒dijo doña Asunción por lo bajo‒. Vamos para la casa. Bendiciones hija mía para ti y tu familia, especialmente para el ángel de María de la Cruz.

‒Gracias, madre. Usted sabe de mi corazón apretado pero también de mi amor por Celestino. Yo elegí vivir en esta llanura agreste llena de peligros porque acá está el abrazo.

‒Me entristeces. Pienso en los nativos y se me hiela el corazón.

‒Sabemos defendernos.

‒¡Amémonos hasta el más allá! ‒dijo a los gritos Dolores y escapó en dirección a la galera con un vestido de muselina color marfil con corte debajo del busto estilo imperio.

‒Consolación lleva a la niña para el pueblo seguido… Yo soy la madrina y la quiero demasiado. Prométeme que lo harás ‒exclamó Camila con un gesto de ensoñación.

Las aristocráticas señoritas Aguirre tenían un hermano varón que se llamaba Agustín y que vivía en ese mismo establecimiento rural. Es que era algo bohemio; una tarde escapó de La Escalada para acompañar, como un gaucho autóctono, a Consolación en aquella planicie despoblada y carente de las necesidades básicas. Él criaba cerdos con postura de capataz en los fondos del rancho mientras hacía el inventario de los bienes y efectos.

Agustín era baqueano y rastreador, hábil en la doma y en el manejo del caballo y diestro en los trabajos relacionados con la ganadería como arreos, rodeos y yerras. Se vestía con chiripá, bota de potro y chambergo con barbijo. Usaba un cuchillo como elemento imprescindible: arma, herramienta, utensilio. Agustín iba siempre a caballo pues no era posible imaginarlo a pie.


‒Estás completito con tu recado, lazo, boleadoras, facón y espuelas. No entiendo esa pasión ‒le comentó Celestino debajo de los tilos al anochecer.

‒Es que me gusta esta vida. ¿Los molesto? Porque si es así me marcho ‒respondió Agustín algo confundido.

‒No, hombre. Sólo que a mí me parece que escapas de don Pedro. Hoy no lo viniste a saludar y es tu padre.

‒Es que él tiene tan mal carácter y es capaz de arrastrarme por las bombachas hasta el pueblo.

‒Es cierto, por ahora se ha mantenido tranquilo, pero no sabemos por cuánto tiempo.

‒Roguemos que se olvide que tiene un hijo varón.

‒No creo.

‒Es que está ocupado en casar a sus otras hijas con acaudalados señores de apellido.

‒No sé si lo conseguirá. Sabes que tus hermanas son señoritas difíciles. Tienen un genio de los demonios.

‒Algunas de ellas como Angustias, Dolores y Bernardina porque Gertrudis y Camila son dos pedacitos de cielo.

‒Puede ser ‒respondió Celestino incrédulo porque las veía a todas bajo el mismo manto, repitiendo las idénticas palabras sin medir las consecuencias.

 


La luz nacía y soplaba los rescoldos olvidados en lodazales de meses. ¿Con qué peso asumía la alborada el regreso de la cordura por un carril de secuencias ya vividas? Era el sol de abril que conocía de sortilegios, de manos presionando otras…cada una añorando el beso no dado, buscando el retorno en la armonía.

Consolación sabía lo que eran las noches tiranas cuando bajaba los ojos y lloraba. Estaba sola con Celestino, Agustín y la niña a merced de los aborígenes que mataban, robaban lana y a veces se llevaban a los recién nacidos. Se aferró al esposo. Él iba delante de sus propios pasos, en desventaja, en medio de la niebla de su incapacidad. Eran como un mismo ser dividido, se adivinaban los pensamientos sin proponérselo. Sabían de incomprensiones cotidianas y de odios instantáneos y fugaces. Se amaban sin excesos porque sabían que se hallaban en la otra orilla.

‒¿Por qué te alejas cuando viene mi familia de visita?

‒Es que tu padre tiene tan poca tolerancia. No soporta a quien piensa diferente.

‒Es que está muy mayor.

‒Eso no tiene nada que ver. Yo lo veo vital y autoritario. Incapaz de asumir algún error y de tener un poco de humildad.

‒Debemos acostumbrarnos a convivir con él y mis hermanas porque seguramente ahora vendrán más seguido a la chacra.

‒Lo raro es que no pregunta por Agustín.

‒Sí. Nunca lo quiso, no sé… Mejor para él.


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En la llanura y en las colinas se secaron las charcas después de la lluvia y los patos y los gansos venían al estanque en la primera hora de la mañana. Era un placer para Consolación bajar hasta allí, donde los juncos crecían en el lodo y formaban una mancha verde frente al paisaje pardo.

Los nativos se volvían silentes con la sequía pero comprendían mejor el tiempo que cualquiera y podían arremeter contra los sembrados cuando el odio les jugaba una mala pasada.

Celestino, absorto y preocupado, permanecía a la vera de los días con el sueño errante en un suspiro. Parecía anestesiado, con el sopor de un felino doméstico que espera la caricia que no llega. Consolación podía ver que, más allá de la transparencia de los ojos de María de la Cruz, una nube de polvo se cernía sobre su cabeza. Debía hacer frente a un tiempo de discordias porque conocía de desafíos y porque le gustaba enfrentar lo impredecible. Perder significaba no intentarlo y ella tenía que demostrar, a su padre especialmente, que ya era una mujer.

Tu sillón vacío
La Revolución de Mayo
-1810-

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