A
Consolación no le importaba tanto el dinero, pero había heredado el carácter
fuerte de su padre. Estaba consagrada a un esposo díscolo y ausente que
remarcaba la pobreza y que no hacía nada por superarse.
‒Duelen
los silencios ‒dijo doña Asunción por lo bajo‒. Vamos para la casa. Bendiciones
hija mía para ti y tu familia, especialmente para el ángel de María de la Cruz.
‒Gracias,
madre. Usted sabe de mi corazón apretado pero también de mi amor por Celestino.
Yo elegí vivir en esta llanura agreste llena de peligros porque acá está el
abrazo.
‒Me
entristeces. Pienso en los nativos y se me hiela el corazón.
‒Sabemos
defendernos.
‒¡Amémonos
hasta el más allá! ‒dijo a los gritos Dolores y escapó en dirección a la galera
con un vestido de muselina color marfil con corte debajo del busto estilo
imperio.
‒Consolación
lleva a la niña para el pueblo seguido… Yo soy la madrina y la quiero
demasiado. Prométeme que lo harás ‒exclamó Camila con un gesto de ensoñación.
Las
aristocráticas señoritas Aguirre tenían un hermano varón que se llamaba Agustín
y que vivía en ese mismo establecimiento rural. Es que era algo bohemio; una
tarde escapó de La Escalada para
acompañar, como un gaucho autóctono, a Consolación en aquella planicie
despoblada y carente de las necesidades básicas. Él criaba cerdos con postura
de capataz en los fondos del rancho mientras hacía el inventario de los bienes
y efectos.
Agustín era baqueano y rastreador, hábil en la doma y en el manejo del caballo y diestro en los trabajos relacionados con la ganadería como arreos, rodeos y yerras. Se vestía con chiripá, bota de potro y chambergo con barbijo. Usaba un cuchillo como elemento imprescindible: arma, herramienta, utensilio. Agustín iba siempre a caballo pues no era posible imaginarlo a pie.
‒Estás
completito con tu recado, lazo, boleadoras, facón y espuelas. No entiendo esa
pasión ‒le comentó Celestino debajo de los tilos al anochecer.
‒Es
que me gusta esta vida. ¿Los molesto? Porque si es así me marcho ‒respondió
Agustín algo confundido.
‒No,
hombre. Sólo que a mí me parece que escapas de don Pedro. Hoy no lo viniste a
saludar y es tu padre.
‒Es
que él tiene tan mal carácter y es capaz de arrastrarme por las bombachas hasta
el pueblo.
‒Es
cierto, por ahora se ha mantenido tranquilo, pero no sabemos por cuánto tiempo.
‒Roguemos
que se olvide que tiene un hijo varón.
‒No
creo.
‒Es
que está ocupado en casar a sus otras hijas con acaudalados señores de
apellido.
‒No
sé si lo conseguirá. Sabes que tus hermanas son señoritas difíciles. Tienen un
genio de los demonios.
‒Algunas
de ellas como Angustias, Dolores y Bernardina porque Gertrudis y Camila son dos
pedacitos de cielo.
‒Puede
ser ‒respondió Celestino incrédulo porque las veía a todas bajo el mismo manto,
repitiendo las idénticas palabras sin medir las consecuencias.
Consolación
sabía lo que eran las noches tiranas cuando bajaba los ojos y lloraba. Estaba
sola con Celestino, Agustín y la niña a merced de los aborígenes que mataban,
robaban lana y a veces se llevaban a los recién nacidos. Se aferró al esposo.
Él iba delante de sus propios pasos, en desventaja, en medio de la niebla de su
incapacidad. Eran como un mismo ser dividido, se adivinaban los pensamientos sin
proponérselo. Sabían de incomprensiones cotidianas y de odios instantáneos y
fugaces. Se amaban sin excesos porque sabían que se hallaban en la otra orilla.
‒¿Por
qué te alejas cuando viene mi familia de visita?
‒Es
que tu padre tiene tan poca tolerancia. No soporta a quien piensa diferente.
‒Es
que está muy mayor.
‒Eso
no tiene nada que ver. Yo lo veo vital y autoritario. Incapaz de asumir algún
error y de tener un poco de humildad.
‒Debemos
acostumbrarnos a convivir con él y mis hermanas porque seguramente ahora
vendrán más seguido a la chacra.
‒Lo
raro es que no pregunta por Agustín.
‒Sí.
Nunca lo quiso, no sé… Mejor para él.
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En
la llanura y en las colinas se secaron las charcas después de la lluvia y los
patos y los gansos venían al estanque en la primera hora de la mañana. Era un
placer para Consolación bajar hasta allí, donde los juncos crecían en el lodo y
formaban una mancha verde frente al paisaje pardo.
Los
nativos se volvían silentes con la sequía pero comprendían mejor el tiempo que
cualquiera y podían arremeter contra los sembrados cuando el odio les jugaba
una mala pasada.
Celestino,
absorto y preocupado, permanecía a la vera de los días con el sueño errante en
un suspiro. Parecía anestesiado, con el sopor de un felino doméstico que espera
la caricia que no llega. Consolación podía ver que, más allá de la
transparencia de los ojos de María de la Cruz, una nube de polvo se cernía
sobre su cabeza. Debía hacer frente a un tiempo de discordias porque conocía de
desafíos y porque le gustaba enfrentar lo impredecible. Perder significaba no
intentarlo y ella tenía que demostrar, a su padre especialmente, que ya era una
mujer.
La Revolución de Mayo
-1810-
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