A
la distancia, entre la polvareda, que dejaba rastros de luz, se veía una
galera.
‒Es
mi padre ‒comentó Consolación nerviosa pues recibir a su familia en la sencilla
casa la enfermaba a tal punto que no se reconocía, es que sabía que detrás de
los abrazos llegaban los reproches.
‒Me
crispa los nervios llegar a esta granja ‒dijo don Pedro.
‒Dices
que tienes corazón sólo porque sientes sus latidos.
‒¿Piensas
que no la quiero a nuestra hija?
‒No
haces esfuerzo por demostrar afecto ‒respondió doña Asunción.
‒Es
que me molesta todo.
‒Padre,
es nuestra hermana. Dios sabe cuántas veces ha caminado bajo los olmos en la
oscuridad ‒murmuró Gertrudis.
‒¡Es
lo que eligió! ¡Si sufre no es mi problema!
Camila era la madrina de María de la Cruz y le había traído de regalo un vestido esponjoso de encajes franceses. Camila, suave y dócil, amaba a la niña como si fuera su propia hija; tenía deseos de protegerla porque sentía que Consolación, a pesar de ser su hermana mayor, se hallaba a la intemperie, huérfana. Es que don Pedro no la apoyaba en nada. Camila veía, por momentos, a Consolación algo dispersa y a Celestino callado, eso le daba temor.
‒Al
hombre hay que amarlo por sus sentimientos, por su corazón… No importa si tiene
dinero o buen apellido ‒decía Camila frente a las hermanas que pensaban
diferente.
Don
Pedro y su esposa Asunción se bajaron de la galera con sus hijas arrogantes y
todo el glamour de su poderío. Celestino los miró de lejos y supo que su
tranquilidad estaba en peligro porque el soberbio hombre de negocios no dejaba
de mostrarse molesto y hasta incómodo en la modesta casa. Celestino Peña se
ofendía muchísimo y hasta llegó a negarle el saludo más de una vez, pero jamás
lo mencionó en ninguna charla. Era muy respetuoso. No quería herir a nadie; ésa
era su premisa aunque un batallón de insensibles le pasara por encima.
‒Miren
que pronto va a oscurecer… ‒comentó Consolación con cierta ironía,
completamente fastidiada ante la llegada intempestiva de su refinada familia.
No pensaba que vendrían todos, solamente esperaba a Camila.
‒Hija,
felicidades.
‒Gracias,
pero no tenían que molestarse en venir hasta la granja.
‒¡Papá,
por favor! No lastime con sus palabras. A usted nadie lo molesta. Yo decidí mi
futuro.
‒Sin
mi consentimiento.
‒Bueno,
cálmese, padre. No es momento de reproches ‒dijo nuevamente Consolación con un
miedo terrible de que Celestino escuchase aquellas palabras ofensivas; sin
embargo, él, detrás de la puerta, había oído la conversación y sentía un dolor
precordial que lo asustaba.
Celestino estaba condenado a la discriminación eterna de un suegro intransigente que no poseía un gesto de humildad frente a quienes no habían llegado a sumar riqueza. Él se encerraba en ciertos mandatos institucionales, se hallaba preso en pautas establecidas y rígidas que se inclinaban hacia conductas generales.
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