‒No recomiendo yuyos raros ‒exclamó con convicción el facultativo, reacio a los brebajes silvestres.
‒Le
cuento ‒dijo Tadea como una maestra jesuita‒. El árbol de la quina lo usaban
los quichuas contra la fiebre palúdica, la quinina. Luego tenemos la jalapa, la
zarzaparrilla, el guayacol, la ipecacuana, el bálsamo del Perú, la copaiba, el
bálsamo de Tolú. Todos se extraen de plantas americanas.
‒No,
no, mujer. A mí no me des clases de sanación. Yo no trato con curanderas.
‒No
soy curandera, don. Disculpe. Pase a ver a la doñita. Se lo pide esta vieja
negra.
‒¡Qué!
‒se escuchó una voz que venía desde la puerta de entrada. Don Pedro volvía del
mercado de artesanos.
‒Disculpe
patrón pero le estaba comentando a Asencio Ugarte que como no está doña
Asunción puede hacerle una visita médica a su madre.
‒¿Y
a ti quién te dio permiso para tomarte esas licencias?
‒Bueno…
es para ayudar.
‒¡Ve
a hacer tus cosas! ‒le gritó con furia.
Asencio
Ugarte giró sobre sus pasos y, con demasiada incomodidad, se dirigió hacia la
salida. No preguntó nada. Era obvio que don Pedro no quería ningún acercamiento
con la abuela Blanca. Prefería dejarla abandonada en aquella cárcel abarrotada
de vaciedad porque para hablar estaba él.
El
reloj de péndulo dio siete campanadas en aquel comedor sombrío. Oscurecía
temprano porque el invierno se acercaba y mayo era un mes clave para la
ciudadanía. Don Pedro lo sabía y se mantenía expectante. Se trataba de los
intereses de los hombres en donde no había sitio para las mujeres que debían
velar por el bien de la familia. Eso ya era demasiado.
“¿Dónde
diablos se metieron todos”, pensó.
La
casa colonial miraba el transcurso del tiempo entre susurros ancestrales de un
pasado demasiado arraigado a las tradiciones.
Era
alta, con techo de tejas y paredes muy gruesas, de tapia. Las puertas se
hallaban construidas en madera, con molduras labradas a mano. Las ventanas tenían
enrejados de hierro negro a manera de encaje. Esos arabescos inconfundibles
eran, más allá de los años, una muestra cabal de su estilo.
Las
habitaciones amplias, frescas en verano y templadas en invierno, enmarcaban un
matizado patio cubierto de baldosas al que daba sombra una parra de tronco
retorcido; perfumaba el ambiente el jazmín del país que recordaba, quizá, los
pasos de algún abuelo centenario.
En
medio del vasto lienzo con gradaciones de color, se veía el aljibe donde se
recogía el agua de lluvia que corría por los tejados y resbalaba por las
canaletas. Su roldana estaba algo quebrantada por la herrumbre. A veces, ya no
quería girar… Cuando el viento la movía, traía voces de su historia acendrada
en la fe cristiana.
Entonces
cobraban vida los momentos estentóreos de la casa. Aparecía don Pedro demasiado
rígido que ejercía su autoridad moral, su rostro se desdibujaba tras la sonrisa
de Asunción y de una de sus hijas que, ataviada con mantilla y peinetón,
acababan de llegar de la misa. Don Pedro imaginaba a la abuela Blanca, su
madre, cortando diademas del Paraguay para su galería de santos y conversando,
con voz endeble, con la negra Tadea que llevaba una bandeja de plata.
Afuera, se escuchaba el farolero que encendía los candiles colocados en las oscuras y angostas calles de La Escalada.
El
tiempo articulaba los hilos de las secuencias que se perdían entre los muros
donde trepaban las glicinas. Se escapaba la vida tras alguna melodía entre
abanicos, escudos y gallardetes para entonar sus acordes musicales.
Los
hijos de la patria buscaban la libertad.
La Revolución de Mayo
-1810-
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