Esos ejemplos llegaban de todas partes y algunas mujeres aceptaban, pero luego tenían que sufrir padecimientos: embarazos no deseados, hijos que criaban solas y esposas resentidas que las maltrataban de por vida.
Pedro se acercó a la capilla desierta donde se suponía que Aluen se había ocultado. El lugar olía a acacias recién cortadas, pero parecía desnudo hasta del Dios crucificado. El templo pintado de blanco tenía un altar de madera rústica, unos sillares en forma de L y dos velas en unos antiguos candelabros de chapa donados por alguna dama caritativa. Afuera soplaba el mismo viento que calaba el alma hasta los huesos.
‒¿Qué necesitas, hijo? ‒escuchó desde el vértice izquierdo de la casa de Dios.
‒Creo que entró aquí una muchacha asustada.
‒No, aquí solamente estoy yo y Cristo por supuesto.
‒Yo vi a una mujer esconderse tras estos muros. Dígale que la quiero ayudar y que no tenga miedo. Acabo de dejar malherido a un hombre, un rufián, que venía en su busca.
Aluen, quien se mantenía oculta en el cuarto de las hostias, se asomó despacio como una criatura a la que le acababan de pegar. Aquellos ojos verdes le llegaron al alma a Pedro y se sintió un héroe, el protector de esa niña india. ¿Qué tenía de especial? La desprotección que la transformaba en una dama digna de ser amada, querida y respetada. Pedro la vio…
‒Allá está ‒dijo.
‒Hija, ¿por qué has salido? Me prometiste que te quedarías oculta y que luego veríamos qué hacer contigo.
‒¡A esa casa no puede volver! ‒exclamó Pedro con decisión.
‒No, muchacho, tiene razón. ¿La ayudará?
‒Lo prometo.
‒¿Puedo contar con usted? Me jura que cuidará de ella. No entiende mucho el idioma pero algo habla. Es huérfana.
‒Deje todo en mis manos ‒respondió, el recio, Pedro Medina.
Aluen se acercó despacio y con miedo. Estaba cansada de huir de tanto hombre que se acercaba con sus malos instintos. Ella era diferente, pero no querían entenderlo.
‒¿Cómo te llamas? ¿Comprendes lo que te pregunto?
‒Aluen ‒dijo como pudo.
‒¿Qué bello nombre?
‒Luz de luna ‒volvió a decir la india tehuelche que miraba con cierta dulzura al soldado.
‒Que Dios los bendiga ‒agregó el padre Hilario.
Pedro y Aluen salieron de la capilla sin decir una palabra. La calle enlodada los obligaba a caminar separados. No había rastros de don Manuel, quien seguramente, y ante el repudio de los vecinos, había vuelto a su casa. No quería quedar expuesto, pero las vecinas lo habían visto y en un pueblo chico los chismes se desparramaban como un reguero de pólvora.
Aluen miró a Pedro y pensó que un hombre la había maltratado y humillado delante de la gente durante años y ahora otro se había jugado por ella. No eran todos iguales como pensaba. Muchos la reconocieron cuando llegó a la Comandancia. Allí hizo la denuncia y contó las miserias que había vivido. En un país que luchaba por su libertad no podían existir esclavos negros ni indios.
‒Irás a la casa de doña Ramona ‒dijo Pedro.
‒Yo vivir allí antes ‒comentó Aluen con cierta paz en su sonrisa.
‒Por eso mismo. Ella no tendrá inconvenientes en protegerte por el momento, después veremos…
Cuando llegaron a la vivienda de doña Ramona notaron ciertos murmullos. La joven que les abrió la puerta dejó ver una habitación con una mesa con dulces, pan casero, y hermosa vajilla. Estaban festejando algo. Algunos visitantes y familiares se dispersaron hacia los cuartos con preocupación y sorpresa. Un soldado y una india no era común ver todos los días.
‒Pasen y tomen una taza de té ‒dijo doña Ramona.
El té era una tradición traída de Gran Bretaña y allí se respetaba como si fuera un rito.
‒¿Puede proteger a Aluen? Si no tendré que buscarle otra familia. No puede regresar con don Manuel, ¿usted me entiende lo que quiero decir?
‒Sí, ella se quedará acá. Ya la conocemos, es una buena muchacha.
Adoro tus escritos tienen el sabor de una pelicula inglesa bien armada Te felicito
ResponderEliminarHola. No había visto el comentario. Gracias por venir y por tus palabras. Hermoso como piensas.
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