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Tu sillón vacío. (Cap III-Hipólito, escribe... Tercera parte)

           


            ‒Un hombre llamado Hipólito Sarratea está en la puerta de entrada y pregunta Camila ‒comentó Tadea a don Pedro que se hallaba leyendo en la sala. La negra criada temblaba como una hoja.

‒¿Quién? ‒respondió confundido el patrón.

‒Padre, padre… ‒gritó Camila que venía tropezando con sus enaguas desde el cuarto de las costuras y que había escuchado a una galera acercarse a la residencia.

‒¿Quién es ese tal Sarratea?

‒Nadie. ¿Me permite salir un rato a la vereda?

‒No, por supuesto que no. ¡Qué significa eso! Mi hija no se rebaja a atender a un desconocido.

‒Lo conozco ‒dijo Camila por lo bajo con miedo e imaginando, de antemano, los gritos de su padre‒. ¿Recuerda el casamiento de Mercedes Arana hace dos años? Bueno… ‒tembló Camila‒. Él es primo de la novia y lo conocí en esa fiesta. Vive en un pueblito de la provincia de Córdoba llamado Arribeños. Seguro que estará cansado por el viaje. Padre, por favor.

‒No, no…

‒Usted es un hombre cortés y amable. No lo deje allí, invítelo a pasar a la casa.

‒Bajo ningún punto de vista. ¿Qué busca? ¿Qué quiere?

‒Quizá, hablar unas palabras. Por favor ‒suplicaba Camila con un hilo de voz.

‒¡Tadea!‒gritó don Pedro.

‒Sí, patrón.

‒Dile a ese mocito que se vaya ya mismo por donde vino. ¿Está claro?

‒Padre ‒rezongó Camila nuevamente.

‒¡Nada! ¡No quiero escuchar más reclamos!


Camila se dejó caer en el sofá de terciopelo colorado y Tadea, después de despedir a Sarratea, vino a abrazarla con inmensa ternura. Era como una madre para ella.

‒Tengo derecho a ser feliz ‒dijo mientras la negra le secaba el rostro con su pañuelo.

‒Sí, mi niña. No está todo perdido.

‒Él se ira hoy o mañana y no he podido verlo, tampoco pude leer sus cartas porque Dolores me las arrebató y las rompió. ¿Te das cuenta? Dios no me ayuda.

‒No diga eso, Jesusito está del lado de las almas buenas.

‒Pues entonces no soy buena Tadea porque se ha olvidado de mí.

‒No, niña, no llore. Ya pensaremos en algo ‒respondió Tadea y buscó dentro del bolsillo de su delantal. Sacó un pequeño papel y se lo dio a Camila con recaudo‒. Vaya a su habitación a descansar, mi chiquita, que esta negra velará su sueño.

La tomó del brazo y la acompañó a paso lento por la estrecha galería de los ancestros, donde había fotografías de abuelos y más abuelos. Parecían mirar con sus ojos pálidos las desdichas de una hija olvidada por algún Cristo crucificado.

Camila, la más dulce y cariñosa de las hermanas, estaba enamorada de Hipólito Sarratea, un joven que conoció en el casamiento de Mercedes Arana. Él parecía ser un mozo de alcurnia de la época. Vestía chaqueta oscura, medias de seda, camisas con jabot con las mangas rematadas en puntillas. Llevaba zapatos con hebilla de bronce, galera y bastón. Todo un señorito fino; sin embargo, era hijo de un pobre dueño de almacén. Camila eso lo sabía pero no le importaba. Se parecía a Consolación, su hermana mayor, sólo que con una mujer rebelde en la familia ya era suficiente. Don Pedro no aceptaría jamás a un comerciante pobre. Demasiado tenía que soportar a Celestino y su apacible manera de enfrentar la vida: un hombre totalmente disperso y sin ambiciones.

‒¿Pasa algo, Tadea? ‒preguntó doña Asunción a la negra que estaba en la cocina preparando mazamorra‒. Escuché a Camila llorar o me pareció a mí.

‒Le pareció, doñita.

 

 


La organización de la sociedad en la época de la colonia mostraba una gran desigualdad que se notaba no solamente por la posición económica sino también por el origen de las familias.

La clase superior no estaba, como en Europa, constituida por la nobleza sino por españoles y criollos que desempeñaban altas funciones civiles y militares, pertenecían al clero, eran ricos comerciantes o ejercían respetables profesiones.

El pueblo bajo se hallaba compuesto por gente de condición modesta como artesanos y comerciantes; se contaban también algunos mestizos hijos de blancos e indios y mulatos hijos de negros y blancos.

Los negros esclavos, provenientes de África, si bien recibían un buen trato, eran considerados como objetos que podían comprarse y venderse. Esta situación duró hasta que se suprimió la esclavitud en 1813.

Don Pedro no era ajeno a esos códigos que cumplía como servidor de las leyes. Solamente tuvo que ceder porque Consolación lo había enfrentado en aquellas épocas cuando se enamoró de Celestino. Él, al verse indefenso, tuvo que aceptar al campesino y dejar a su hija en brazos de ese hombre sin cultura ni clase. La amenaza había sido rotunda y don Pedro, sumiso como nunca, había depuesto las armas ante el asombro de todos. Doña Asunción, absorta ante la conducta de su esposo, se limitó a obedecer como lo hacía siempre. No quería peleas ni discordias.

¿Qué pasaría ahora con Camila?


Tu sillón vacío
La Revolución de Mayo
-1810-

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