‒Un hombre llamado Hipólito Sarratea está en la puerta de entrada y pregunta Camila ‒comentó Tadea a don Pedro que se hallaba leyendo en la sala. La negra criada temblaba como una hoja.
‒¿Quién?
‒respondió confundido el patrón.
‒Padre,
padre… ‒gritó Camila que venía tropezando con sus enaguas desde el cuarto de
las costuras y que había escuchado a una galera acercarse a la residencia.
‒¿Quién
es ese tal Sarratea?
‒Nadie.
¿Me permite salir un rato a la vereda?
‒No,
por supuesto que no. ¡Qué significa eso! Mi hija no se rebaja a atender a un
desconocido.
‒Lo
conozco ‒dijo Camila por lo bajo con miedo e imaginando, de antemano, los
gritos de su padre‒. ¿Recuerda el casamiento de Mercedes Arana hace dos años?
Bueno… ‒tembló Camila‒. Él es primo de la novia y lo conocí en esa fiesta. Vive
en un pueblito de la provincia de Córdoba llamado Arribeños. Seguro que estará cansado por el viaje. Padre, por
favor.
‒No,
no…
‒Usted
es un hombre cortés y amable. No lo deje allí, invítelo a pasar a la casa.
‒Bajo
ningún punto de vista. ¿Qué busca? ¿Qué quiere?
‒Quizá,
hablar unas palabras. Por favor ‒suplicaba Camila con un hilo de voz.
‒¡Tadea!‒gritó
don Pedro.
‒Sí,
patrón.
‒Dile
a ese mocito que se vaya ya mismo por donde vino. ¿Está claro?
‒Padre
‒rezongó Camila nuevamente.
‒¡Nada!
¡No quiero escuchar más reclamos!
Camila se dejó caer en el sofá de terciopelo colorado y Tadea, después de despedir a Sarratea, vino a abrazarla con inmensa ternura. Era como una madre para ella.
‒Tengo
derecho a ser feliz ‒dijo mientras la negra le secaba el rostro con su pañuelo.
‒Sí,
mi niña. No está todo perdido.
‒Él
se ira hoy o mañana y no he podido verlo, tampoco pude leer sus cartas porque
Dolores me las arrebató y las rompió. ¿Te das cuenta? Dios no me ayuda.
‒No
diga eso, Jesusito está del lado de las almas buenas.
‒Pues
entonces no soy buena Tadea porque se ha olvidado de mí.
‒No,
niña, no llore. Ya pensaremos en algo ‒respondió Tadea y buscó dentro del
bolsillo de su delantal. Sacó un pequeño papel y se lo dio a Camila con
recaudo‒. Vaya a su habitación a descansar, mi chiquita, que esta negra velará
su sueño.
La
tomó del brazo y la acompañó a paso lento por la estrecha galería de los
ancestros, donde había fotografías de abuelos y más abuelos. Parecían mirar con
sus ojos pálidos las desdichas de una hija olvidada por algún Cristo
crucificado.
Camila,
la más dulce y cariñosa de las hermanas, estaba enamorada de Hipólito Sarratea,
un joven que conoció en el casamiento de Mercedes Arana. Él parecía ser un mozo
de alcurnia de la época. Vestía chaqueta oscura, medias de seda, camisas con jabot
con las mangas rematadas en puntillas. Llevaba zapatos con hebilla de bronce,
galera y bastón. Todo un señorito fino; sin embargo, era hijo de un pobre dueño
de almacén. Camila eso lo sabía pero no le importaba. Se parecía a Consolación,
su hermana mayor, sólo que con una mujer rebelde en la familia ya era
suficiente. Don Pedro no aceptaría jamás a un comerciante pobre. Demasiado
tenía que soportar a Celestino y su apacible manera de enfrentar la vida: un
hombre totalmente disperso y sin ambiciones.
‒¿Pasa
algo, Tadea? ‒preguntó doña Asunción a la negra que estaba en la cocina
preparando mazamorra‒. Escuché a Camila llorar o me pareció a mí.
‒Le
pareció, doñita.
La
organización de la sociedad en la época de la colonia mostraba una gran
desigualdad que se notaba no solamente por la posición económica sino también
por el origen de las familias.
La
clase superior no estaba, como en Europa, constituida por la nobleza sino por
españoles y criollos que desempeñaban altas funciones civiles y militares,
pertenecían al clero, eran ricos comerciantes o ejercían respetables
profesiones.
El
pueblo bajo se hallaba compuesto por gente de condición modesta como artesanos
y comerciantes; se contaban también algunos mestizos hijos de blancos e indios
y mulatos hijos de negros y blancos.
Los
negros esclavos, provenientes de África, si bien recibían un buen trato, eran
considerados como objetos que podían comprarse y venderse. Esta situación duró
hasta que se suprimió la esclavitud en 1813.
Don
Pedro no era ajeno a esos códigos que cumplía como servidor de las leyes.
Solamente tuvo que ceder porque Consolación lo había enfrentado en aquellas
épocas cuando se enamoró de Celestino. Él, al verse indefenso, tuvo que aceptar
al campesino y dejar a su hija en brazos de ese hombre sin cultura ni clase. La
amenaza había sido rotunda y don Pedro, sumiso como nunca, había depuesto las
armas ante el asombro de todos. Doña Asunción, absorta ante la conducta de su
esposo, se limitó a obedecer como lo hacía siempre. No quería peleas ni
discordias.
¿Qué
pasaría ahora con Camila?
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