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Aluen (Cap 2-Aluen. Tercera parte)

 


Aluen miró con desconfianza, aunque ya conocía la casa. Es que el sufrimiento y la persecución de aquel hombre y de otros le traía recelo, miedo, deseos de huir y desaparecer para siempre. Nunca había sido feliz y ya era tarde para buscar nuevos senderos. Dependía de los demás para sobrevivir y eso la angustiaba tanto que por momentos quería morir.

‒La dejo entonces en sus manos ‒le dijo Pedro a doña Ramona que no tenía reparos en que Aluen se quedara allí para que colaborara en la cocina o en la huerta, pero la india parecía no querer quedarse. Estaba asustada.

‒Vamos, ayúdame con esto ‒le comentó y le señaló las tazas y los platos, pero Aluen dejó todo y salió corriendo como si alguien la estuviera amenazando nuevamente desde algún recóndito escondite.

‒¡Ven acá! ‒gritó doña Ramona.

Pedro ya se había ido para el Fuerte y no se enteró de nada, pero AluenLuz de Luna, vagaba por aquellas calles desiertas y enlodadas con el corazón abrigado por los recuerdos y con la convicción de que vivir así no tenía sentido. Se fue junto al río y se acurrucó detrás de unos peñascos. No sabía dónde ir, tampoco le importaba. Su cuerpo parecía un morral de piedras, no podía manejar sus ideas porque las fuerzas no eran las suficientes. Creyó ver una luz pequeña como una velita en la oscuridad de los campos que parecía una candela de rancho; sin embargo, era la iglesia del padre Hilario. Allí volvió con vergüenza para que el párroco la perdonara por no haberle obedecido.

Hilario se levantó en medio de la noche con una túnica blanca y la candela encendida. El golpe en la puerta le demostraba que había urgencias y que quien estaba del otro lado no podía esperar más.

‒¡Padre! ‒dijo Aluen y cayó de rodillas frente al religioso que no sabía qué decirle; se hallaba totalmente perplejo ante la situación. Aquella jovencita le daba muchísima pena.

‒No llores, te quedarás acá. Yo te protegeré, pero me tienes que prometer algo.

‒Sí, yo cumplir ‒respondió con un hilo de voz.

‒Soy un cura y no debo mentir, pero te ocultaré en la casa de Dios. Tú debes respetar mi palabra y no salir como la otra vez apenas un hombre te busque o reclame tu presencia. ¿Entiendes lo que intento decir?

‒Quiero morir‒repitió.

‒Nada de eso, tú te quedarás acá y hablaremos mucho. Creo que necesitas alguien en quien confiar, en quien apoyarte para sentirte segura. ¿Y ese joven Pedro?

‒Me dejó, se fue…, doña Ramona…

‒Entiendo… te llevó de doña Ramona. Bueno, él es un soldado y vive en el Fuerte.

La capilla había sido levantada cuando sólo había pampa y horizonte. Se congregaban pocos fieles que solían reunirse al lado de una de las puertas laterales, otros caminaban como en peregrinación alrededor de la iglesia. Se trataba de una construcción rectangular dividida en dos salones: uno en el frente donde se realizaban las pocas ceremonias religiosas de la época y el otro era para uso propio del párroco. Allí recibía a las personas de su confianza. Más atrás, había un par de habitaciones. En una de ellas refugió a Aluen para poder vigilarla y para que no se volviera a escapar.

‒Mira, para que no te aburras puedes cocinar o limpiar el confesionario, siempre que no te vea la gente sino van a pensar mal. Tú sabes que en estos pueblos chicos los chismes están a la orden del día. También puede venir el soldado. Si pasa, ¿qué haremos?

‒Esconder ‒respondió Aluen decidida.

‒Así me gusta. Luego me contarás bien el porqué de tu huida de la casa de Manuel Leiva.

‒¡No! ‒gritó y comenzó a llorar.

‒Bueno… bueno… ‒El cura no sabía cómo calmarla.‒ Mejor ve a dormir que mañana será otro día.

En ese claustro había tiempo para escuchar historias repetidas y detenerse también a contar las horas interminables. Todo era tan austero y aburrido que tenía la certeza de que no pasaría nada; sin embargo, todavía no estaba dicha la última palabra y el padre Hilario resultaba ser un inocente en ese sentido. Se fue hacia su cuarto a rezar un rosario entero y a pedir perdón al Altísimo. En el fondo algo le decía que estaba obrando mal, pero no podía dejar sola a la joven. Tenía un problema y estaba sufriendo mucho. Lo que no alcanzaba a comprender era por qué no había querido ir a la casa de doña Ramona. Tal vez, era un lugar demasiado expuesto y ese tal Manuel Leiva seguramente la encontraría rápido. No así cuando eligió al soldado. Aluen, ingenua, pensó que Pedro la ocultaría en otro sitio, alejado y secreto, donde nadie podría hallarla, pero la defraudó y era por eso que regresó a la iglesia tan abrumada.

‒¡Virgen Santísima! Concédele la paz. Amén.


La noche de invierno había caído espléndida sobre las tierras pobladas de rumores infinitos, como arrullada por el amor y las caricias. La brisa se deslizaba entre las hierbas con luz de lucernas que, frente al horizonte, mostraba el verdadero sentir de un pueblo que quedaba al fin del mundo. En el límite exacto donde los ángeles se transformaban en pájaros que dormían entre los hechizos de la noche.

Aluen no podía dormir y miraba el techo de la capilla como buscando respuestas a ese destino que le tocaba en suerte. No quería resignarse, pero la vida la ponía a prueba todo el tiempo para que reaccionase o para que se dejara llevar por su buena voluntad. ¿Quién era Pedro Medina? Algo en él le daba seguridad, pero era de necios confiar en desconocidos. No debía permitir que le pasara de nuevo. Los hombres la veían como un objeto de su propiedad para disponer de él cuando les diera la gana y a su antojo.

De repente, escuchó un ruido. Se levantó y miró por un agujerito de la ventana por donde entraba la brisa. Se ilusionó. Pensó en Pedro quien venía a rescatarla de ese mal sueño para llevarla con él. ¿Por qué soñaba con ese hombre? Ella era una india que debía seguir siendo esclava de los otros, sin pasado y sin futuro.

La mujer debía ser respetada con sus virtudes y defectos. Nunca ser juzgada sino observada con indulgencia.

En esas tierras tan lejanas e inhóspitas no había tiempo para códigos y valores. Los hombres blancos eran tan salvajes, a su manera, como los tehuelches. Querían establecer leyes arbitrarias, cumplir deseos absurdos, imponer ideas sin objetivos claros y sin dejar espacio para el reclamo. Eran tiempos de crecimiento y de hallazgos, cuando todavía había mucho por aprender sin la necesidad de invadir al otro.

Aluen se quedó tiesa en la cama y un dolor punzante le recorrió el cuerpo de la cabeza a los pies. Quiso gritar pero se contuvo… El padre Hilario no merecía que le trajera un problema más.


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