Pedro Medina, soldado del cuerpo de Artillería, quería desertar. Con el mayor sigilo planeaba la partida. Tenía miedo porque era arriesgar demasiado y podía llegar, si lo descubrían, a una sanción mayúscula. No quería pensarlo… Necesitaba dinero que, obviamente, escaseaba. Sabía de un compañero que también quería escapar ayudado por una mujer llamada Ana María Castellanos, pero no confiaba demasiado en aquellos enredos y amoríos. Él era un hombre libre. Se mantuvo agazapado esperando la caballada que le habían prometido a los dos, pero don Francisco de Vietma se adelantó… Hizo detener a Ana María en su casa, quien se dio cuenta de que había sido traicionada por algunos cómplices.
‒¡Usted lo instigó a la fuga! Será condenada a dos años de prisión en Uruguay. En Vietma no hay lugar para vagabundos y desertores y menos para mujeres que no cumplen con sus deberes.
Pedro supo que aquello era demasiado peligroso y decidió quedarse a merced de su tropa, muy a disgusto, convencido de que era imposible alejarse de aquellos lugares, ya que sería castigado por rebeldía. Pedro Medina se sentía abatido; podría haber caído en el abismo de la traición, sin freno ni límite, bajo la emboscada tendida por las confabulaciones de Ana María Castellanos y Bernardo Patruller.
La mujer estaba desesperada; se comentaba que quería morir sin aquel amor porque Patruller sí alcanzó a huir. Se hablaba mucho de la horca y de otros castigos porque la deslealtad era una condena que debía pagarse con la vida si así fuera necesario.
¿Cómo no se dio cuenta antes?
Sabía que era difícil, pero no imposible. Patruller era de esas personas que contagiaban el entusiasmo y el optimismo y, frente a las dudas y el desconcierto, no le costaba nada a Pedro Medina intentar alcanzar la libertad. Es que no sabía. Todavía no se había dado cuenta de lo que era capaz don Francisco de Vietma. Ahora ya lo conocía y no quería enfrentarlo; estaba dispuesto a obedecer aunque se le fuera la vida en ello. El destino lo obligaba a permanecer a la vera de los días desorientado y febril.
***
Un año después, las familias se multiplicaron y empezaron a ver el fruto de las cosechas. En las fincas cavaban fosas o cuevas para defenderse de los ataques, hacían guardia de noche para escuchar la llegada de algún malón. Las mujeres a la par de los hombres trabajaban la tierra. Les suministraban arados y manceras. Las madres cuidaban a sus hijos porque algunos nativos, rebeldes y descontrolados, solían llevárselos después de quitarles los cueros de ovejas.
A los aborígenes Patagones se los llamó maragatos.
Pero fueron las mujeres quienes llevaron adelante la empresa del hogar cuando el hombre se alejaba o se moría. Eran diestras para manejar el arado, llevarlo por el surco guiado por el caballo y luego caminar leguas con el viento azotando los cabellos y la piel curtida. El sacrificio de saber que, contra viento y marea, tenían que salir adelante enfrentando todo tipo de obstáculos y las inclemencias del tiempo. Aquellas mujeres fuertes eran ejemplo para varias generaciones posteriores, las que vendrían a ocupar sus puestos.
Sabían que debían defender la soberanía del sur con el temple acostumbrado, buscar energía en las tareas diarias, hacer mucho y decir poco, lo necesario, y convivir con el nativo tehuelche que solía ser esquivo, traicionero y emprendedor de batallas.
El tiempo, artífice de las horas, caminaba a paso de gigante entre los ranchos de adobe y la ansiedad por encontrar el espacio para que el cansancio sólo fuera una demostración más de que estaban haciendo bien la tarea de colonizar. Los indios pensaban en invasiones y los veían como enemigos. El rencor los llevaba a reaccionar de manera negativa frente a esos blancos autoritarios y representantes de otros que sabían dictar leyes que no respetaban su autoridad. Era tarde ya para reclamos. Los colonizadores estaban instalados para formar familias futuras y caminar al lado, si era posible, sin miramientos.
Patagonia argentina |
Con motivo de la guerra con Brasil y del bloqueo que mantenía con el río de la Plata, Carmen de Patagones empezó a recibir el arribo de barcos. Comenzaron a circular personas de todas las nacionalidades, dinero fácil, negros esclavos que iban desde África hacia Brasil. Muchos de ellos fallecieron por las temperaturas bajas y por haber sido abandonados a su suerte a orillas del río Negro.
La situación cambió para aquel pequeño pueblo de casas de adobe que se dispersaba alrededor del Fuerte. Junto al río, como acompañando su cauce, se hallaban las familias españolas que por lo general y para que no hubiera demasiadas complicaciones se casaban unos con otros sin importar el parentesco. Los indios más entendidos se acercaban con la finalidad de comerciar sus productos, especialmente pieles y plumas. Los negros los miraban de lejos y los extranjeros con curiosidad. No confiaban en ellos, pero parecían haberse adoctrinado con la cercanía de los nuevos habitantes. De todas maneras, no dejaban de reaccionar ante alguna emboscada. El pueblo era demasiado pequeño y aburrido, con algunas personas de dudosa integridad que llegaban desde Buenos Aires. Lo cierto era que vivían a merced de los aborígenes, del viento que traía algunos barcos, y de la gente que armaba historias muy inverosímiles para subsistir.
El desaliño de esa pobreza daba lástima y los pobladores se sentían solos y desamparados, a veces ociosos, con el abrazo a medio camino y el deseo, casi elemental, de huir en busca de otros horizontes más prósperos. Algunos ya habían sembrado raíces en ese lánguido suelo que no querían abandonar y otros como Pedro Medina, quien miraba el horizonte frente al mar, necesitaba oxígeno porque todo le parecía hueco, fantasmal, sin pasión y sin sangre.
¿Por qué estaba allí? No lo sabía. Tal vez, era demasiado perezoso para arremeter con la vida.
ALUEN
La colonización de la Patagonia argentina
Los indios tehuelches
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