La ruta del miedo, a pocos
kilómetros de distancia, emergía a la vista y atravesaba los hierros sin rumbo
fijo. Era como estar en una gran basílica, donde los árboles eran tan altos que
formaban terrazas e invitaban al sopor cadavérico de los cementerios. A Letizia
se le heló la sangre; le pareció escuchar voces antiquísimas, el murmullo de
los cafés saturados de gente, canciones que parecían sacramentos… y los ruegos
de José.
Manuela se fue a su santuario y
allí se desplomó gritando como loca frente a los retratos de sus hijas y el
agua bendita de los jarrones. Hubiera querido ser una pobre anciana recogida en
un asilo, sin presente y sin memoria. El aire se tornaba denso en contacto con
los cirios y había aroma a mangos y a orquídeas mezclados con un perfume salino que le daba sueño. Tenía diez
cajones colocados sobre espigones de caña en medio de libros y de biblias en
varios idiomas que producían una sensación de encierro, de ceremonias y de
risas.
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