Letizia se mezclaba con el moho de
las tapias; añoraba la luz de otros tiempos y repudiaba la tiranía del
presente. Se sentía completamente vacía de aire, quebrada por las inexplicables
secuencias de una vida enferma. La única salida era escapar de su esposo a
quien consideraba un hombre aburrido, sin sentimientos, demasiado abarrotado de
lodo, sin memoria ni futuro.
-Lucía se llamará mi hija-decía como
perdida en la maraña de sus caminos cubiertos de malezas y con la inestabilidad
propia de las personas amenazadas.-Niña, amor posible, siento tu manera de
llorar y tu forma de morir. Niña estás excavando la tierra en el templo de
Rocío…-murmuraba otra vez mientras recorría las galerías con la sutileza de una
enviada.
El viento soplaba con la fuerza de
un temporal y entraba a la buhardilla para derribar los licores de Manuela que
albergaban las sales que viejas befanas italianas le habían obsequiado en años
de peligros.
La filosofía de Letizia era esperar
el día para entender el porqué de su fragilidad aunque, en el fondo, ya lo
sabía; llevaba sobre sí la mochila de su madre que sobrevivía a los
antagonismos y a la claridad de sus raíces.
Manuela consagrada a un modelo de
recato y fidelidad no miraba más allá de sus propios códigos, sin transgredir
para que la gente no hablara pero también sin conmoverse ante los rechazos.
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