domingo, 16 de agosto de 2020

El silencioso grito de Manuela (Cap VI-primera parte)



VI


Letizia tuvo su tercer hijo. Se sentía rara y distante, llena de dudas y de indicios de ideas que la alejaban de los recuerdos, del encierro de los combates y de las heridas que la muerte había arrojado en la tempestad de los cuartos.

Letizia ya no soportaba la presencia de José cuando regresaba por las noches con su actitud esquiva. El susurro de las niñas, el paso acompasado, un beso no querido y esa jaula de palomas púrpuras, eran sólo el paisaje doméstico que la irritaba desde hacía un tiempo.

Los días sucesivos, discordes, se volvían ilimitados y el infierno ardía bajo sus pies. La vida no tenía un verdadero significado para Letizia. Sería humo, pluma, gaviota…, tendría que arrojar la cordura en las aguas de Encarnación y convertirse en farsante sin pasado y sin José.
Él nunca esperaba reproches ni cuestionamientos porque no sabía convivir en pareja. No entendía cual sería la próxima pelea porque nunca había ganado ninguna batalla.
-Vete de la casa-le dijo Letizia con los ojos desorbitados y como enajenada.
-¿Qué?
-Quiero que tomes tu valija y te marches.
-¿Qué dices? ¿Ahora que vamos a tener un hijo? ¡Estás loca, mujer!
-¡Vete…!-le gritó Letizia a punto de desmayarse.
-Tú te llevas tu alma y tu cuerpo-exclamó Manuela desde un rincón.-Tienes perdidas las lágrimas en el cieno.
-¡Usted se calla, no tiene nada que ver en esto!
-Eres ceniza agridulce que sabe gestar locuras. Mira a mi Letizia…¡Pobre niña! Vuelve a las lisonjas de tu hoguera que pronto serás polvo porque ya escribiste tu último capítulo.
-¡Usted no es nadie para mezclarse en los asuntos conyugales y menos para intentar persuadir a mi esposa con sus absurdas ideas.
-¡Vete!-gritaba Letizia con una crisis de llanto que la convertía en una mujer al borde del desvarío.

José Rodríguez, sentado en el sofá de la sala, miraba atónito la escena sin comprender. ¿Qué había hecho mal? Sus ojos observaban a Letizia descontrolada frente al muro de la ventana. ¡Cuánto la amaba! No podía serenarse ante los gritos de ellas y el desorden de su alma. Desde el fondo de sus entrañas comenzó a brotar un rumor que lo atrapó con lágrimas nuevas. No quería irse a ninguna parte pero la evidente crisis de su esposa lo obligaba a retirarse con la certeza, para él, de que al otro día encontraría la paz de siempre en ese hogar que ahora le parecía maravilloso.




¿Qué habría pasado por la cabeza de Letizia para despreciarlo de ese modo, aun sabiendo que iban a tener otro hijo? ¿Existiría un tercero?
José estaba a punto de desplomarse frente a la importancia de sus preguntas sin respuestas porque no podía entender el porqué de esa reacción tan ajena a los modales apacibles de Letizia. Él la amaba muchísimo y pensaba que no se alejaría de ella aunque todos se transformaran en sus enemigos, pero lo que no sabía era que el verdadero rival era él mismo y su embrujo campesino.
El cristal de su espejo le mostraba a un aldeano pobremente vestido, sin voluntad de mejorar y sin deseos de agradar, pero él veía a un caballero galante y vanidoso.
Letizia, recostada, permanecía en la cama porque el doctor Guerrero le había suministrado un sedante.


Ya era tarde, los diálogos estaban rotos igual que la cadena de la vida y en ese espacio inmemorial no existía la claridad del amor porque el quebranto latía más ardiente que nunca; había regresado a velar los cuerpos guiados por las señales de un destino artífice y manipulador.


La familia ya se había olvidado de José porque estaban acostumbrados a despojarse de las cosas y de los seres, sin inmutarse. Rocío les había enseñado a apagar la luz antes de tiempo.
José Rodríguez se hizo hombre de un cachetazo sin esperar las disculpas porque Letizia ya no quiso vivir bajo su mismo techo. En los galpones repletos de aserrín, donde el olor a cuero y a madera húmeda lo mareaba, solía llorar de impotencia mientras fumaba un cigarrillo atrás de otro. Parecía un adolescente famélico con cara de soldado y orejas de murciélago. Estaba irreconocible. El idilio que tenía con la tierra hollada le parecía estéril porque su pleito con el destino no le dejaba espacio para las frivolidades. Sabía muy bien que castigaría su cuerpo hasta hacerlo sangrar como si fuera su propio verdugo; él había cometido un delito pero no sabía cual.




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