VI
Letizia tuvo su tercer hijo. Se
sentía rara y distante, llena de dudas y de indicios de ideas que la alejaban
de los recuerdos, del encierro de los combates y de las heridas que la muerte
había arrojado en la tempestad de los cuartos.
Letizia ya no soportaba la
presencia de José cuando regresaba por las noches con su actitud esquiva. El
susurro de las niñas, el paso acompasado, un beso no querido y esa jaula de
palomas púrpuras, eran sólo el paisaje doméstico que la irritaba desde hacía un
tiempo.
Los días sucesivos, discordes, se
volvían ilimitados y el infierno ardía bajo sus pies. La vida no tenía un
verdadero significado para Letizia. Sería humo, pluma, gaviota…, tendría que
arrojar la cordura en las aguas de Encarnación y convertirse en farsante sin
pasado y sin José.
Él nunca esperaba reproches ni
cuestionamientos porque no sabía convivir en pareja. No entendía cual sería la
próxima pelea porque nunca había ganado ninguna batalla.
-Vete de la casa-le dijo Letizia
con los ojos desorbitados y como enajenada.
-¿Qué?
-Quiero que tomes tu valija y te
marches.
-¿Qué dices? ¿Ahora que vamos a tener
un hijo? ¡Estás loca, mujer!
-¡Vete…!-le gritó Letizia a punto
de desmayarse.
-Tú te llevas tu alma y tu
cuerpo-exclamó Manuela desde un rincón.-Tienes perdidas las lágrimas en el
cieno.
-¡Usted se calla, no tiene nada que
ver en esto!
-Eres ceniza agridulce que sabe
gestar locuras. Mira a mi Letizia…¡Pobre niña! Vuelve a las lisonjas de tu
hoguera que pronto serás polvo porque ya escribiste tu último capítulo.
-¡Usted no es nadie para mezclarse
en los asuntos conyugales y menos para intentar persuadir a mi esposa con sus
absurdas ideas.
-¡Vete!-gritaba Letizia con una
crisis de llanto que la convertía en una mujer al borde del desvarío.
José Rodríguez, sentado en el sofá
de la sala, miraba atónito la escena sin comprender. ¿Qué había hecho mal? Sus
ojos observaban a Letizia descontrolada frente al muro de la ventana. ¡Cuánto
la amaba! No podía serenarse ante los gritos de ellas y el desorden de su alma.
Desde el fondo de sus entrañas comenzó a brotar un rumor que lo atrapó con
lágrimas nuevas. No quería irse a ninguna parte pero la evidente crisis de su
esposa lo obligaba a retirarse con la certeza, para él, de que al otro día
encontraría la paz de siempre en ese hogar que ahora le parecía maravilloso.
¿Qué habría pasado por la cabeza de
Letizia para despreciarlo de ese modo, aun sabiendo que iban a tener otro hijo?
¿Existiría un tercero?
José estaba a punto de desplomarse
frente a la importancia de sus preguntas sin respuestas porque no podía
entender el porqué de esa reacción tan ajena a los modales apacibles de
Letizia. Él la amaba muchísimo y pensaba que no se alejaría de ella aunque
todos se transformaran en sus enemigos, pero lo que no sabía era que el
verdadero rival era él mismo y su embrujo campesino.
El cristal de su espejo le mostraba
a un aldeano pobremente vestido, sin voluntad de mejorar y sin deseos de
agradar, pero él veía a un caballero galante y vanidoso.
Letizia, recostada, permanecía en
la cama porque el doctor Guerrero le había suministrado un sedante.
Ya era tarde, los diálogos estaban
rotos igual que la cadena de la vida y en ese espacio inmemorial no existía la
claridad del amor porque el quebranto latía más ardiente que nunca; había
regresado a velar los cuerpos guiados por las señales de un destino artífice y
manipulador.
La familia ya se había olvidado de
José porque estaban acostumbrados a despojarse de las cosas y de los seres, sin
inmutarse. Rocío les había enseñado a apagar la luz antes de tiempo.
José Rodríguez se hizo hombre de un
cachetazo sin esperar las disculpas porque Letizia ya no quiso vivir bajo su
mismo techo. En los galpones repletos de aserrín, donde el olor a cuero y a
madera húmeda lo mareaba, solía llorar de impotencia mientras fumaba un
cigarrillo atrás de otro. Parecía un adolescente famélico con cara de soldado y
orejas de murciélago. Estaba irreconocible. El idilio que tenía con la tierra
hollada le parecía estéril porque su pleito con el destino no le dejaba espacio
para las frivolidades. Sabía muy bien que castigaría su cuerpo hasta hacerlo
sangrar como si fuera su propio verdugo; él había cometido un delito pero no
sabía cual.
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