‒¡Ya va! ‒se escuchó del otro lado de la
puerta.
‒Venimos a ver al doctor Trevou. ¿Atiende
aquí no? ‒preguntó Rosalie a Louise que entornaba los ojos como sorprendida ante
la visita. Nunca había atendido a un paciente. Era él quien se encargaba de esa
tarea.
‒Pasad… Tomad asiento en las banquetas del
pasillo al lado del recibidor.
La señorita Louise miró a esos
desconocidos con curiosidad. Le parecían pobres y perturbados, tal vez
piadosos.
Rosalie también le pareció rara aquella
casa. No sabía cómo había llegado hasta allí. A Pierre Trevou se lo había
recomendado el padrino de Celine, amigo de Antoine. Se sentaron en las sillas
de brocatel damasco mirando la pared del frente donde descansaban unos lienzos
descoloridos.
‒Adelante ‒dijo una voz.
Se entrecruzaron los saludos y Rosalie le
explicó a ese hombre gris que tenía enfrente la dolencia de su hijo. Desde una
ojiva cubierta por una cortina transparente tejida a mano dos ojos azules
observaban la escena. Alexandre desvió la vista y se encontró, de repente, con
esa mirada que lo dejó dormido, como cuando en la madrugada vagaba por la casa
en busca de oraciones en latín, de locuras y de leyendas.
‒Alexandre, contad al doctor tus penas.
‒¿Qué?
‒¡Por Dios! ¡Qué distraído sois!
Disculpad, no sé qué hacer con mi hijo. Él padece de sonambulismo ‒explicó
Rosalie.
‒Es extraño porque lo sufren, por lo
general, los niños. Alexandre ya es grande.
Tendríais que vigilar si puede hacer sus actividades diarias como vestirse
o comer. Los comportamientos extraños son muy frecuentes: lesionarse por
ejemplo al caer por una escalera o saltar por una ventana o durante una breve
confusión reaccionar mal con actos de forma violenta ‒comentó Pierre Trevou.
Mientras tanto, la niña de ojos color del
cielo seguía allí, imperturbable. Escribió algo en un papel y lo pegó al vidrio
de la ojiva.
Soy
tu creación y he venido desde el bosque rumoroso. Sé que me escucháis por ese
latido que guardáis puertas adentro y que centellea en la ternura de vuestros ojos: los míos.
‒¡Alexandre! ‒gritó Rosalie fuera de sí al
ver a su hijo totalmente abstraído por sus pensamientos y ajeno a todo lo que
el galeno le hablaba.
‒Perdón.
‒Bien, trataremos de seguir sus consejos.
Buenas tardes.
‒Los espero en un mes ‒dijo Pierre Trevou
con un saludo cordial.
Cuando salieron al pasillo fantasmagórico,
Alizee se asomó detrás de una pesada cortina púrpura.
‒¿Me tenéis miedo? ‒le preguntó a
Alexandre.
‒¡No! ‒gritó Rosalie cuando la vio‒. ¿Quién
sois? ¿Dónde estáis? ¡Celine!
Louise salió al encuentro de ambos para
indicarles la salida porque los notaba alterados y confundidos.
‒Celine ‒volvió a decir Rosalie débilmente
y con lágrimas en sus ojos.
‒¿Qué os pasa?
‒Vi a una niña muy parecida a mi hija
recién pero desapareció rápidamente.
‒Es Alizee que le gusta jugar. Es una niña
muy especial: fantasiosa, inteligente y muy adulta ‒contestó la señorita Louise
con orgullo.
‒Ah…Bueno, gracias por todo. Volveremos ‒respondió
Rosalie como afiebrada mientras Alexandre miraba, absorto, asustado, los movimientos
de la casa, sus cegueras escondidas, el misterio agazapado, la sangre que
bullía en las venas de los antepasados que, a pesar de los años, parecían
resucitar entre los muros.
‒Vamos, hijo.
Rosalie y Alexandre se perdieron por las
callejas enlodadas. Habían pasado por una prueba de fuego sin saber que la vida
puede cambiar de un segundo para el otro y que el tiempo es solamente un reloj
acompasado. Así le sucedió a Lisa, su suegra. No sabía qué pensar de lo vivido
en aquella vivienda esquelética, de reposo. Era una ilusión, un laberinto que
quería machacar sus huesos. Se sentía penosa, horrible, opresiva. Se le
llenaron los ojos de lágrimas. Recordó el día del nacimiento de Celine, su
arremolinado torbellino de sensaciones: el cuerpo como arcilla, el mar azul, la
ausencia de lo inexplicable y Antoine displicente igual que Alexandre. Había
sentido tanta soledad aquel día que no quiso tener más hijos porque ese hueco
se había quedado a vivir dentro de sí misma y la hostigaba con mensajes
ininteligibles. No entendía. A veces, soñaba con vistosas figuras, con
princesas y voces infantiles. Veía a Celine reflejada en un vidrio roto,
vestida de tafetán carmesí y luego su imagen se duplicaba. Sabía que los sueños
eran producto de las carencias, de aquello que anhelamos y no podemos alcanzar,
pero seguía sin comprender.
‒Madre, ¿vio a esa niña en la casa del
médico? ‒le preguntó Alexandre como en un murmullo porque la notaba enojada o
quizá triste.
‒Ojalá no hubiera nacido.
‒¿La niña?
‒Yo.
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