Pedro
ya tenía un año y caminaba. Luisa lo llevaba al patio de la iglesia que daba a
una calleja de tierra; el cerco de arbustos tapaba la puerta de alambres con un
candado que el padre Hilario había colocado para que no entrasen algunos
rateros que solían vagabundear por el barrio. ¿Qué podían robar en una
parroquia pobre? Nada, sólo hacer daño. Sin embargo, por esos espacios alguien
observaba, como quien va y viene con disimulo, los movimientos de la iglesia:
un lugar concurrido por casi toda la gente del pueblo.
Aluen
con su túnica roja y el pelo negro hasta la cintura parecía una diosa romana,
pero seguía teniendo ese aire de india dulce que tanto enamoraba a todos: frágil,
delgada, con una sonrisa perfecta y unos ojos cautivadores.
‒Es
bonita, usted ‒le dijo Luisa mirándola fijo correr y jugar con Pedro.
‒Gracias,
tú también.
‒No.
¿Yo linda? Me río para no llorar.
‒Luisa,
no te pongas triste. Eres bella, amiga. No te descuides y arréglate para ti
misma que eso te levantará el ánimo. El padre dice que se llama autoestima o
algo así. Quererse… eso.
‒Suena
raro.
‒Es
así, Luisa. Además eres inteligente y buena persona. ¿Qué más puedes pedir?
‒Un
amor.
‒¿Quieres
casarte? Parece que se ha puesto de moda lo de las bendiciones y todo eso.
Parecen rituales tehuelches, pero tienen más que ver con Dios, el de los
creyentes católicos.
‒Yo
solamente quiero un hombre que me quiera. Eso del casamiento es una tontería.
Pero, con lo fea que soy nadie se fijará en mí.
‒Oh…
no ‒dijo Aluen y la abrazó‒. Me pones triste. Ya buscaremos a alguien. No
sobran hombres buenos, pero la esperanza nunca se pierde porque la vida es una
sola y hay que ser valiente. No te puedes sentar a esperar ese amor porque no
llegará nunca.
‒Es
que yo soy decente.
‒Claro,
pero tienes que ser más simpática. Oh, no me hagas tanto caso que yo no soy
ejemplo de nada. Mira lo que es mi vida.
‒¿Y
Pedro Medina?
‒Él
llegó del cielo, como el diosito de ustedes. Dice que me ama, pero yo tengo
miedo.
‒Ve
que no es tan valiente como dice ‒respondió Luisa en medio de las dudas que
ambas tenían y que algunos hombres de aquella época, de dudosa moralidad, se
encargaban de exponer con sus acciones poco decorosas. Tendría que ir de una
curandera o manosanta, de esos que adivinan el destino.
‒No,
me recuerdan mi pasado con los indios. Ellos eran hechiceros y adivinaban el
futuro pero yo no les creía. A pesar de haber nacido en aquellos pueblos
primitivos, nunca tuve apego y siempre buscaba la manera de huir. Si hubieran
vivido mis padres me hubiera quedado, pero ya no tenía sentido. El que está por
allá es Namba, mi tío.
‒¿Y
es peligroso? ‒preguntó Luisa, aunque sabía bien lo irracionales que eran los
aborígenes cuando veían a los blancos.
‒Sí
lo es. Mejor no hablemos más de esto y vamos para adentro a preparar una
merienda. Hace un poco de calor, el sol quema la piel y yo ya estoy demasiado
negra ‒exclamó Aluen entre risas.
**
Namba andaba recorriendo caminos buscando algún propósito. Se acercaba la noche y eso lo llenaba de heridas y de rencores. Perseguía lo que llamaban la luz mala: un brillo verdoso que caminaba por el sueño y que huía cuando se acercaba algún cristiano. Namba sabía que esa luz era la de un difunto que tenía vergüenza de lo que había hecho en vida, o de aquellos que habían traicionado a un amigo para salvarse; la peor era la de los ladrones y cobardes. Esa luz por suerte no era visible, pero se sentía de cerca cuando le tiraban el quillango de atrás o le apedreaban el toldo. Él buscaba siempre algo que había perdido, que lo había abandonado sin explicaciones y estaba dispuesto a hallarlo. Por eso recorría senderos al anochecer. Llegaba al remanso de un pequeño arroyo y después de refrescarse en la barranca perpendicular y desnuda de vegetación seguía su curso en ángulo recto, e iba lento hacia el río Negro donde se sentaba a meditar.
Se
quedó profundamente agobiado, evocando la terrible calamidad que en otro tiempo
pasara por allí sembrando el estrago y la devastación de su familia, dejando la
tierra despoblada, muerta y enterrada, bajo una capa de niebla. Namba era
desconfiado porque, a su manera, había padecido y sentía que la venganza sería
eterna.
Un
tropel estalló haciendo temblar el suelo, eran manadas que escapaban
despavoridas hacia el oeste, martillando con sus cascos la tierra seca y
sonora. Y una sombra pasó, envuelta en nubes de polvo, lanzando reflejos de luz
y de cabelleras desgreñadas al viento.
‒Aluen
‒dijo Namba por lo bajo.
Cuando
llegó a las tolderías, aquellos hermanos jadeaban y saltaban. Sus caras negras,
encendidas y lustrosas, perdían sus líneas mientras los ojos les relampagueaban
y por las mejillas y la frente le corrían hilos de tinta.
‒¡Sacrificio!
‒gritaban como enloquecidos por aquella ceguera inútil.
Namba
se quedó paralizado, con la mirada fija, en ese fuego abrasador. Él era el
maestro de ceremonias, el hechicero, pero al verlos se sintió prescindible. Se
habían olvidado de su presencia, ya no requerían de la sabiduría que los dioses
le enviaban a diario. ¿Acaso estaba viejo? ¿Debía entregar su legado? Todavía
se sentía vital y debía vengar ciertas cuestiones que lo atormentaban desde
hacía muchos años. Indios mansos decían algunos… Eso no iba con él, no le
quedaba bien a su arrogancia, jamás sería dócil con quienes llegaron a robarle
todo. Era el más salvaje y brutal, el que daba miedo con sólo emitir un grito y
sabía bien dónde ir para hacer valer su presencia.
**
Querida Luján, acabo de ver tu novela que va por el capitulo 6, comenzaré a leerla ya. Gracias.
ResponderEliminarAbrazos.