Salvador
sintió que se le aflojaban las piernas y que todo lo que había pensado y hecho
durante esos meses era el colmo de la desproporción y del ridículo. Pensó en
reunir a toda la familia para comunicarles lo sucedido pues la situación lo
superaba. Él era un hombre fuerte, pero su energía comenzaba a decaer por
aquellas inexplicables secuencias de película.
Se
quedó un momento sin hablar, mirando el piso, y luego dijo:
−¿Usted
recuerda el arma que encontró, el otro día, debajo de la almohada de Roberto?
−Sí,
señor −contestó la mucama mirando el piso.
Mientras
volvía a la sala, profundamente deprimido, trataba de pensar con claridad. Su
cerebro era un hervidero; cuando se ponía nervioso las ideas aparecían como
vertiginosos insectos que querían devorarlo. Luego las iba gobernando como
podía para no volverse loco del todo.
Esperó
largas horas sentado en el living el regreso de Dolores y de Roberto. Su
esfuerzo mental era extremo, pero necesitaba salir de la perplejidad. Escuchó
risas que venían desde el pórtico.
“Ahora
viene lo peor”, pensó.
Dolores
y Roberto llegaban juntos y felices. Desde siempre habían sido cómplices y
amigos. Salvador era de esos hombres que pensaban que había que ser padres
antes que otra cosa y poner los límites necesarios para llevar a los hijos por
el buen camino.
−¿Era
él el único desgraciado? Evidentemente, sobraba en esa casa −murmuró.
−Hola,
marido −dijo Dolores con alegría−. Se te ve preocupado como siempre. Relájate
que la vida es linda.
−Necesito
decirles algo −exclamó Salvador en voz baja con temor a no ser escuchado como
le pasaba siempre.
Ellos
miraron aquel rostro duro, la ansiedad, el desconcierto, la necesidad de
comunicación, aunque por momentos él parecía aflojarse. Su mirada colgaba de un
abismo y eso a Dolores y a Roberto les daba gracia, se divertían con aquellas
dramáticas palabras de Salvador.
−Les
pregunto a los dos directamente y sin preámbulos: ¿dónde está mi revólver?
−¿Revólver?,
si nunca tuviste uno.
−¡Sí,
lo tengo y tú lo ocultaste debajo de la almohada! −le dijo con furia a Roberto.
−No,
yo no sé nada. ¿Por qué inventas, quieres seguir agrediéndome? No te cansas de insultarme y de subestimarme.
−Ay,
marido, tómate un tranquilizante.
Salvador,
desesperado, y antes de que ellos se marcharan a sus habitaciones llamó a la
mucama porque ella era la única testigo, en aquel momento, de la escena
dantesca.
−¡Susan!
−gritó.
−Sí,
acá estoy.
−Diles
dónde hallaste el revólver el otro día.
La
mujer, anonadada, parecía no comprender y comenzó a temblar.
−No
sé de qué habla −respondió como en un murmullo.
−¡Vete!
−volvió a gritar Salvador.
Esa
noche, sintió desprecio por la humanidad. Los odiaba a todos. Trató de ordenar
el caos de sus ideas y despejarse, pensar con tranquilidad. Su cabeza era un
pandemonio: pensamientos negativos, rencor, preguntas, resentimientos y
recuerdos. ¿Por qué a él todo le resultaba tan difícil? Su tristeza se
transformaba en un mal humor histérico.
“Ellos
gobiernan mi vida”, pensó.
Pero
él lo permitía porque se sentía preso de un destino mecánico capaz de seguirle
el juego a los otros, pero desangrándose de dolor.
A
la mañana, sin mirar a nadie, casi como un autómata, se fue por la calle ancha;
era fácil adivinar la sensación de asco y de vacío. Él estaba en peligro. La
veía a Dolores fría, húmeda y silenciosa como las víboras y a su hijo un
verdugo que venía a darle el último hachazo. Pensó en los diálogos que tendrían
a espaldas suyas, los razonamientos y deducciones. Estaba convencido de que
querían deshacerse de él para tener libertad y dinero.
De
pronto, se arrepintió de haber llegado a
esos extremos, con la costumbre de analizar indefinidamente hechos y palabras.
Recordó la mirada de Dolores fija en sus ojos mientras escuchaba sus preguntas
con cinismo. Se sentía una frágil criatura en medio de un mundo miserable que
lo atosigaba hasta dejarlo sin respiro.
−¡Hijo,
qué sorpresa! −le dijo su madre cuando lo vio llegar.
−Vine
a hacerte compañía, ¿me sebas unos mates?
−Claro, mi amor.
Cuando
Úrsula caminó hacia la cocina, él se acercó al armero pues necesitaba adquirir
un revólver o algo parecido para defenderse de algún desmán. Buscó algo pequeño
entre tantas armas que tenía su padre.
−No puede ser −exclamó.
En
un extremo, casi imperceptible, se encontraba el revólver, el que tanto había
buscado. Ya no comprendía nada de lo que estaba pasando.
“¿Quién
habría llevado el arma hasta la casa de su madre? Dolores, Roberto… o Susan.
¿Quién?”, pensó desconcertado.
-Hijo,
¿qué te ocurre que te noto tan alterado? Ya veo que te has peleado con Dolores
otra vez.
Salvador
se quedó en silencio porque estaba abatido. Sintió que una mano tomaba su brazo
con ternura. Esa voz débil y dolorida le decía:
−Tendrías
que separarte.
**
Los capítulos anteriores están publicados como La Novia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario