‒Yo no podría ni abandonar un perro ‒dijo
Louise pensativa, como murmurando, frente al camino de tierra de la helada
necrópolis.
‒Madame Delfine está abatida ‒comentó
Isabeline a Louise cuando regresó de la calle.
‒Me imagino, pero no se puede hacer mucho.
Solamente vigilaremos sus medicinas.
‒Dice que quiere un letrado.
‒¡Otro trabajo más! ¡Es que no me vais a
dejar descansar! ‒respondió Louise agotada de tanto resolver problemas ajenos.
Es que no tener vida propia la entristecía. Temía caer en una depresión severa.
Miró a su alrededor y vio que Madame Delfine la estaba observando desde su
sillón. Podía ver con claridad su semblante irreconocible, velado por una
ternura poco real. Una frente baja escondía sus egoísmos. Hubiera sido un
perfil serio, de aspecto casi criminal, si estuviese separado del pesado cuerpo
y de los ojos que parecían estar pensando en algo nebuloso, salvo cuando se
iluminaban con desprecio hacia el físico que la albergaba.
‒¿No habrá matado ella a su
hermano? ‒preguntó Isabeline dudando de la bondad de Delfine.
‒No, hija. Es una pobre mujer.
‒No sé, yo no estaría tan segura. Miradle
los ojos, parecen amenazadores.
‒No tiene ni fuerzas para levantarse y
casi no puede respirar.
‒¡Qué estáis hablando a mis espaldas! ‒les
gritó, de repente, a las dos.
‒Nada Madame. No os preocupéis. Su hermano
está descansando en la paz del Señor. Tuvo una despedida digna como toda
persona de bien.
‒Gracias, yo no hubiera podido
hacerlo ‒contestó Delfine con un atisbo de melancolía‒. Os pedí ayuda a ustedes porque
era mi última salida para protegerme. ¡Qué miráis! ¡Veis indiferencia! Cuando
os duele todo el cuerpo la cabeza piensa poco y nada y uno se transforma en un
vegetal que no siente ni ríe.
‒No os enojéis, la comprendemos.
‒Me casaré con un príncipe ‒dijo, de
pronto, Alizee‒. Será tan hermoso como yo, lleno de gracias y de dulzuras, de
brillante entendimiento y de ardiente amor.
‒¡Alizee! Ya no sabéis qué inventar, niña ‒añadió
Louise agobiada por los problemas que tenía que resolver.
**
Pierre Trevou se llamaba el hombre que
residía en la casa de Madame Delfine, el del sombrero de alas anchas y la
peluca blanca. Era médico y solía tener algunos pacientes que desfilaban por la
turbia galería. Nadie reparaba en su presencia; no pensaron en él cuando
falleció Balthazar.
‒¿Ha muerto alguien? ‒preguntó Pierre a las
damas que se encontraban sentadas en la sala.
‒El hermano de Delfine ‒respondió Louise sorprendida
por su aparición y por aquella pregunta desafortunada.
Es que Pierre vivía en su propio universo,
sólo le importaban las apariencias mortecinas y las pústulas de sus añosos
pacientes.
‒Os pido disculpas por mi torpeza. Debí
estar más atento.
‒No os preocupéis llamamos a otro médico que
vive del otro lado de la aldea para que socorriera a Balthazar.
‒Ya estaba muerto ‒comentó Alizee con
inocencia.
‒¡Callad! ¡Por Dios! Esta niña necesita un
facultativo para que le agite la cabeza y le coloque el entendimiento en su
lugar.
‒Es sabia ‒contestó Pierre tocándole la
frente.
‒No sé. Es extraña pero la amamos.
‒Se nota. Soy testigo. Me perdonáis pero
me tengo que retirar porque es la hora de meditación ‒anunció Pierre y se
perdió, misteriosamente, por el corredor donde habitaban las almas.
**
Las calles eran retorcidas y estrechas
sobre el barrio donde residía Madame Delfine. Las casas se hallaban revestidas
en madera, con el segundo piso más saliente que el primero. Más altas que
anchas. Parecían esqueletos forrados de vigas gruesas cubiertas de yeso y
pintadas de rojo y blanco.
La vivienda que habitaba Delfine se encontraba situada en un callejón sin salida llamado Marañon. Las borracheras y los tumultos estaban a la orden del día; sin embargo, era fácil hallar su ubicación ya que se destacaba de las otras viviendas del vecindario que eran demasiado destartaladas y miserables.
‒¡Apurad el paso !‒gritó Rosalie a
Alexandre que, muy en contra de su opinión, la seguía rumbo a los suburbios de
la ciudad.
‒¡No quiero que maneje mi vida! ‒le
contestaba su hijo mientras caminaban de prisa.
‒No podéis seguir viviendo así. Ya sois
adulto y yo os tengo que ocupar de vos cuando deberíais hacerlo vos mismo.
‒Leer textos de sacerdotes no es pecado.
¡No es una enfermedad! ‒gritó.
‒Lo que ocurre después os trae problemas.
Es que no entendéis o tengo que explicarlo mil veces. ¡Sois sonámbulo! ¡Me lo
dijo tu padre! Camináis de noche por la casa dormido. ¡Podéis cometer una
locura!
‒Eso es falso ‒respondió Alexandre quien no
creía una palabra de todo lo que su madre decía… ¡Miente!
‒Es inútil hablar con vos, hijo. Seguidme
que yo sé lo que hago. Para eso soy vuestra madre.
Alexandre miraba a través de las fondas,
embotado ante los platos rebosantes de chuletas y empanadas de cerdo como si
fuera un triste muchacho empobrecido.
**
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