Durante la comida se molestó al observar a
su madre. Ella le volvió a hablar, sin insistir demasiado, sobre su salud y él
solamente la escuchó, con el plato lleno, sin levantar la vista.
Antoine se mostraba serio y contrariado.
Celine fue a sentarse sobre sus rodillas con un enorme gato pardo que llevaba
en sus brazos. Decía que Theo también quería participar de la conversación o de
las pausas que se colaban a la hora de estar reunidos. El motivo era Alexandre,
quien ocultaba cosas. Theo dio un salto sobre la mesa y se tumbó allí;
contemplaba con sus ojos amodorrados a Rosalie a quien amaba.
‒Alexandre, ya no pregunto más qué os
ocurre porque es como hablar con una roca. ¿Antoine podéis intentarlo?
Antoine prefirió callar por un instante.
Tenía la vista fija en el piso; estaba tan preocupado como Rosalie. Después
alzó lentamente la cabeza y detuvo la mirada en su familia.
Rosalie y Celine le sonrieron. La aguda
observación de la niña lo había maravillado.
‒Hijo, no os quiero confundir pero ya es
demasiado. Os noto diferente, cambiado. Sé que no queréis hablar pero tenéis
que hacerlo por tu bien y el de todos.
Alexandre ya no se sentía contento de
vivir con sus padres. No tenía más que una idea que lo perturbaba: escaparse, atravesar
la campiña y llegar a otro lugar donde no pudiera alcanzarlo nadie. Temía ser
juzgado por un organismo superior. El pánico de morir lo atosigaba…
‒No os preocupéis tanto por mí. ¿Es que no
tenéis vida propia? No soy un niño aunque lo parezca por mis actitudes
pueriles.
Alexandre se sentía sofocado por esas
miradas, sobre todo por los ojos de Celine que parecían hablarle. Creía que la
muerte lo cercaba para demostrarle su presencia.
Antoine se hallaba ensimismado por
pensamientos atroces de culpa. Se consideraba un mal padre. Tenía la vista
hundida en el abismo. La tierna Celine, vencida por el sueño, hacía enormes
esfuerzos para mantener los ojos abiertos. Alexandre la observaba de vez en
cuando y sentía como una punta de lanza en su cuerpo debilitado. Había hecho
todo mal, lo sabía desde hacía siete años.
‒Después de Dios, el corazón del hombre
hace milagros ‒dijo como al pasar Rosalie que creyó que era inútil seguir
tratando de bucear en el interior de su hijo. Nada lo sostenía, todo lo afligía.
¿Por qué?
De noche, Alexandre caminaba dormido por
la casa. Nadie lo escuchaba. Se sacudía como un perro de lanas antes de
acurrucarse en el sillón de la sala de lecturas entre una montaña de libros de
hojas amarillas. Las ruedas de los carruajes, en su camino de Nanterre a París,
lo despertaban y, sin tener idea de cómo había llegado hasta allí, corría a su
alcoba. No podía liberarse de sus fantasmas, pero al rato se vestía para ir al
colegio. Llegaba con la brisa frígida de la mañana. Le gustaba aquel viejo Instituto.
En el piso bajo pasaba a través de los perfumes del herbolario, de los barreños
de espinacas y de los recipientes puestos en el fondo del patio. Después subía
por la escalera de caracol, llena de humedad, cuyos escalones empinados eran
peligrosos. Frente a los escaparates de animales disecados se detenía a
observar como alienado las plumas y los ojos de vidrio de aquellas especies y
luego se dirigía nuevamente a la biblioteca a roer páginas enteras de textos.
Estaba obsesionado; buscaba respuestas que no hallaba porque quería salvarse.
Celine, quien ya tenía siete años, recibía
la educación que Rosalie le podía dar. Tenía en su cuaderno una página de
escritura de excelente caligrafía. Escribía poemas breves. Se dejaba llevar
ingenuamente por las ideas que bullían en su cerebro olvidándose de todo
aquello que la rodeaba. Llenaba hojas enteras con palabras: padezco, contemplo,
respiro, pienso…
Sabía muy bien de qué estaba hablando y
hasta podía ver el desorden mental de Alexandre pero no lo decía.
‒Madre, lo he visto. ¡Rosalie! ‒gritaba.
‒¿A quién?
‒La estrella que le guía jamás lo hará
volver, ya está dañado de olvido, de abandono y de agonía.
‒¿Quién os enseña a escribir esos poemas?
‒Nadie ‒continuó‒. Recogeré sus alas
fatigadas y en un poster aliento todavía llorará su destino infortunado.
‒¡Qué inteligente que sois Celine! Estoy
orgullosa de vos.
‒Gracias, madre. Solamente sueño y puedo
ver fulgores y cenizas, fieles que lloran, arrebatos de vida.
‒Oh… no habléis así que me inquietáis.
‒¿Por qué? ‒contestó Celine entre risas.
‒Me parece que copiáis versos de los
libros para sorprenderme.
‒No, aparecen de repente y me tocan la
cabeza. Son luceros en la noche, chispas y estrellas. Todo junto. Batallas que
da el futuro.
‒¿Y tu abuela qué dice?
‒Que no la mire a los ojos porque le hace
mal.
‒Y eso ¿por qué?
‒No sé. A Alexandre tampoco lo puedo
mirar. Él no me quiere ‒dijo Celine con lágrimas mientras abrazaba fuerte,
dolorosamente, a su muñeca.
‒Eso no es cierto, él os ama. Lo que ocurre es que Alexandre es un hombre. Os lleva muchos años y está pensando en doncellas y todo eso.
‒No. Él se levanta de noche y vigila la
casa. Mira hacia afuera para ver si hay duendes y luego va a la sala de lectura
a devorar palabras, como yo, pero en silencio. Está preso, no quiere ser libre.
‒¿Cómo sabéis vos que hace eso? ¿Lo veis,
acaso?
‒No, pero lo sé ‒respondió Celine y salió
corriendo rumbo a la cerca del jardín donde reinaba un hielo de ultratumba‒. ¡Rosalie! ‒gritó.
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