Sola, en la cama, se consideraba feliz. Se
creía una niña virgen entre las blancas cortinas, apacible en medio del mutismo.
El cuarto era un poco frío con su techo alto y sus rincones oscuros. Tenía olor
a claustro. Le gustaba la pared que se alzaba delante de la ventana; durante el
verano se pasaba horas enteras contemplando las rocas grises del muro y las
capas de firmamento estrellado que le recordaban las chimeneas y los tejados.
No pensaba en su abuela Lisa más que cuando una pesadilla la hacía despertar
sobresaltada porque le parecía haber escuchado su voz. Se incorporaba,
temblorosamente, en la cama con los ojos muy abiertos. ¿Era su sorda rebeldía o
mensajes encubiertos? Celine sentía que algo había perdido, su mitad entera.
Al rato, llegó Antoine sobresaltado por el
tumulto de las calles a raíz del casamiento real.
‒Cómo es la gente curiosa. No tiene
límites.
‒¿Y vos para qué te sumáis a ese pueblo
frívolo?
‒Es que no sabía qué ocurría y por qué
había tanto alboroto. Los pobres estamos tan lejos de todo ese artificio.
‒Somos más felices.
‒No sé.
‒¡Madrina! ‒gritó Alizee cuando llegó a la
casa.
‒¡Qué os ocurre! ‒respondió Isabeline medio
dormida por falta de descanso. Sus horas de insomnio se debían al trabajo que
le daba Eugenie con el cuidado. No caminaba; la rehabilitación era nula.
‒He visto a Alexandre. ¿Te acordáis de ese
joven rubio que venía con su madre a la consulta?
‒No ‒respondió Isabeline y levantó el cirio
para iluminar el semblante de su ahijada.
‒Vamos, madrina. Él tendría veinte años.
‒Puede ser, es que estoy medio vieja y me
olvido de las caras.
De súbito, golpearon bruscamente el
aldabón con insistencia. Louise fue a atender pensando que podría ser el dueño
de la Mercerie que venía a reclamar
algo de lo que habían comprado unos minutos antes.
‒¡Alexandre! ‒gritó Alizee.
El joven estaba frente a ellos con la
mirada fija, vaga y perdida. Los ojos rígidos y el cuerpo momificado. Llevaba
en brazos un gato, lo arropaba como un recién nacido. El felino ronroneaba
entre el sopor de las lanas con un sueño infantil.
‒¡Es Gorki! ‒volvió a gritar Alizee‒. Ven
Alexandre, pasa, trae a Gorki; seguro que se ha escapado a la calle. ¡Es tan
travieso e inocente!
Alexandre seguía parado en el dintel sin
emitir palabra. Era esclavo de un sueño que lo poseía, cautivo, entre sus
ropajes. Louise lo tomó del brazo con cuidado y lo acercó a la sala. Todos,
infinitamente abrumados, miraban los gestos del muchacho que permanecía de pie
con Gorki.
‒¡Alexandre! ‒le gritó Louise.
‒¿Qué? ‒respondió como en un susurro. Miró
sus brazos que acunaban al gato y tuvo vergüenza. No sabía quién era y dónde se
hallaba. Isabeline corrió a preparar café y Alizee lo ayudó a sentarse en el
sillón de cara a la vela encendida.
‒Un milagro. Plegarias… plegarias.
‒¿A qué llamáis milagro? Es un problema.
¿Cómo habéis llegado hasta aquí? ‒preguntó Louise ante el esotérico silencio.
‒Fui a ver el casamiento real ‒respondió
Alexandre por lo bajo‒. Después regresé a casa y ya no recuerdo nada. Eso sí,
estuve con Alizee en la calle frente a la tienda de telas.
‒Claro, pero luego te fuisteis entre el
gentío que venía de la boda. Era un tumulto de gente, el pueblo mismo
abarrotaba las calles enlodadas por la llovizna que arruinó la fiesta. Se veían
aprendices con delantal, obreros que volvían de su trabajo, hombres y mujeres
con paquetes bajo el brazo, ancianos caminando fatigosamente frente al
crepúsculo y grupos de chiquillos que hacían resonar los suecos sobre las
losas. No cesaban de pasar alternando el ritmo de quienes no sentían curiosidad
por los acontecimientos reales. Y tú, Alexandre, entre los mecheros de aceite
parecíais extraviado mientras las ráfagas de aire húmedo soplaban desde las
callejas hacia las galerías alumbradas por lámparas funerarias.
Alexandre, sentado en aquel sillón con
arabescos gitanos, no hablaba. Parecía pequeño y desmembrado; tenía el pelo
descolorido y la barba rala. El rostro lleno de pecas le daba un aspecto de
niño mimado.
‒Vamos, ¡despierta! Hay que llamar al
doctor Trevou rápidamente.
‒No. Me retiro. ¿Dónde está el niño?
‒¡Por Dios! Era Gorki, el gato.
‒Ah… mejor. Les pido disculpas. Necesito
el perdón.
‒¿De quién?
‒De alguien que ama demasiado.
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