No
podía evitar la idea de que Dolores representaba la más atroz de las comedias y
que él era, entre sus manos, un hombre ingenuo al que se engañaba con cuentos
fáciles para dejarlo tranquilo. Salvador no era un niño. Sus dudas fueron
envolviéndolo todo como una liana con su monstruosa trama. El hecho resultaba
ser tan absurdo e impropio que pensó que estaba delirando, no podía ser verdad.
Era una alucinación verdadera de alguien que padecía ciertas patologías
mentales o eran los otros quienes querían hacerlo pasar por demente para
recluirlo en algún lugar. Esos sitios de los que no se vuelve…
Mientras
tanto, y a pesar de tantas conjeturas, no atinaba a otra cosa que seguir
amarrado a una vida estéril de gritos, miedos y culpas. ¿Qué podría hacer para
salvarse? ¿Hasta cuándo duraría esta situación? Estaba deprimido pero tenía que
continuar hasta el fin que esperaba con ansiedad.
Él
sabía de la significación profunda que poseen los instintos, tanto aquellos que
procuran un bien como los que conducen al dolor y al aniquilamiento. La lucha
por la existencia es solamente una búsqueda de posibilidades para lograr una
vida mejor. Salvador sabía que habitaba con sus demonios desde los quince años
cuando aquel padre que tanto amaba le dijo adiós. Ahora, cargando todos sus
pesares, era humillado y marginado por su propia familia que lo quería destruir
sin miramientos.
−Eres
frágil, hijo, pero tienes que poner lo mejor de ti para salir adelante. Si te
alejas de ellos te ayudará, vete por un tiempo.
−No
puedo, no puedo…
Salvador
parecía aferrarse al dolor. ¿Amaba a Dolores a pesar de todo? Parecía haber
perdido noción de la realidad; sin embargo, podía resolver problemas
relacionados con sus negocios y actuar de manera coherente frente a sus
empleados.
Escondió
el arma entre sus ropas y se fue para la casa con la convicción de que algo se
le iba a ocurrir para acabar con el misterio, con su vergonzoso temor y con los
problemas de autoestima que lo venían atormentando desde siempre. Hasta pensó
en el espíritu de su padre que intervenía, desde el más allá, quitándole el
arma de las manos.
No
pudo lograr paz porque al llegar a la casa Dolores había organizado una fiesta,
sin avisar y sin preguntarle a él sobre el tema. Salvador se quedó dentro del
auto y allí pasó la noche, entre la soledad y el frío, con un desgarrador
sentimiento de culpa.
Por
su casa desfilaban personajes que nunca había visto; seguramente, eran amigos
de Roberto. Entre ellos estaba Dolores disfrutando de esa reunión de jóvenes
como si tuviera la misma edad. Todo resultaba ser desprolijo porque a pesar del
bullicio la escena parecía sombría. En el banco del jardín había una mujer de
mediana edad, de cabello rubio, muy delicada, que tomaba una taza de té.
Salvador se inquietó por aquella aparición. Se distrajo un momento para mirar
hacia la calle porque escuchó un ruido y cuando volvió la vista la mujer había
desaparecido. Había, en ese sitio, un pequeño gato acongojado y desvalido.
Al
rato, pensó que no estaba seguro de haber visto a aquella dama, pero una rara
sensación le hizo sentir deseos de conocerla, sin advertir de que la banqueta
en la que ella supuestamente estuvo sentada no existía.
Al
amanecer, cuando se acabó la fiesta, empezaron a caer gotas de lluvia que
apagaron el fuego y endurecieron las cenizas de la casa. Salvador, casi un
fantasma enmohecido por la humedad de la noche, entró a su habitación pero allí
estaba Dolores ebria; aquella mujer que tanto conocía era una sombra de lo que
fue alguna vez: rubia, alta, sofisticada y deslumbrante.
Salvador
se fue a dormir a la habitación de servicio y cerró con doble llave. Ahora el
silencio lo sumergía en el propio delirio de no saber distinguir cuál era su
realidad.
Al
rato, se levantó para ir a su negocio. Todos estaban durmiendo. Sintió la
frescura de las violetas de su madre en el ambiente, pero la soledad le trajo
nuevamente la inquietud del desposeído.
−Parece
que no ha pasado buena noche −le dijo su empleado de confianza.
−No,
pero no importa. Tú debes escuchar lo que te voy a decir: ordena los papeles y
documentos principales que necesitan mi firma, ocúpate de los viajantes, no
encargues mucha mercadería. Otro día veremos algunos asuntos que quedan
pendientes y que son más importantes.
Después
de aquella noche, Salvador sabía que ya no volvería a sonreír. Hizo limpiar las
paredes, cortar los arbustos del patio, barrer todo aquel vestigio de
frivolidad y desorden. Sabía que era necesario apresurarse. Luego se fue para
la casa que quedaba a unos metros del negocio y la vio a Dolores que iba hacia
el tocador a borrar las huellas del desprejuicio.
−No
te vi en la fiesta −le dijo como al pasar.
−Yo
no estoy para festejos.
−Seguro,
lo había olvidado −contestó Dolores con ironía.
−¿Quién
era la mujer que estaba en el jardín? −preguntó Salvador−, porque no es de tu
grupo de amigas.
−No sé de quién me hablas. Yo no invité a nadie. Todos eran amigos de Roberto y de Mía.
−Había
una mujer de mediana edad, muy bella, sentada en el banco de la entrada con una
taza de té. Parecía niña por momentos. Tenía las manos delicadas y los dedos
largos como de pianista, pero sus ojos estaban nublados por las lágrimas.
Llevaba botitas blancas.
−¿Botitas
blancas? −comentó Dolores riéndose con burla−. Tú sí que eres soñador o te has
acordado de algún cuento de tu infancia, esos de hadas y duendes.
−Qué
tiene de malo, hace años se usaban las botitas blancas.
−La
verdad que sí. Hace como treinta años. Bueno… basta de tonterías, tengo que
salir.
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