‒¿Y tu trabajo en la fábrica de paños? ‒le
preguntó Rosalie a Alexandre que permanecía en silencio, como era su costumbre,
tomando el té de la mañana.
‒No me gusta ese empleo, ya lo sabéis ‒contestó
enojado.
‒Bueno, hijo, nosotros no tenemos dinero.
Ya encontraréis algo que os entusiasme más. Mientras tanto…
‒Me gustan los libros. Podría haber
trabajado en una tienda de textos antiguos.
‒Si ya no te obsesionas más por las
lecturas.
‒Siempre me gustaron porque he estado toda
mi vida rodeado de ellos buscando respuestas a tantas preguntas. Quisiera tener
dinero comprar un libro ilustrado
con descripciones botánicas escrito por el neerlandés Nicolaas Meerburgh
o La
Bella y la Bestia,
un cuento de hadas tradicional francés. Es una narración de la que hay múltiples variantes, su
origen podría ser una historia de Apuleyo,
incluida en su libro El asno de oro (también conocido
como Las metamorfosis), titulada Cupido y Psique. Otro que me gusta es El Libro de
Abramelín el Mago que fue escrito como novela epistolar o autobiográfica por alguien conocido
como Abraham de Worms. Abraham era un judío alemán que se cree que vivió entre
los siglos XIV y XV. El Libro de Abramelín el Mago
habla de la transmisión de la sabiduría mágica y cabalística de Abraham a su
hijo Lamech y además nos cuenta la historia de cómo Abraham llegó a adquirir
dicha sabiduría.
‒Oh…entonces…‒contestó Rosalie‒. Me
sorprendéis otra vez. Sabéis mucho sobre esos textos nuevos. Son muy costosos y
no se pueden adquirir.
Se levantó y encendió el candelero del
comedor. Era una de las costumbres de la familia como una orgía campesina de un
placer que no llegaba, pues siempre se hallaban melancólicos con cierta
tristeza adormilada.
‒Te acordáis de Alizee ‒le preguntó
Rosalie, de repente, a Alexandre que parecía no tener prisa en llegar a su
empleo en la fábrica de paños.
‒Sí, la recuerdo mucho. Sus ojos quedaron
en mi memoria como si fueran duendes infantiles que jugaban a ser grandes; eran
como vuelos de gaviotas.
‒No os entiendo bien.
‒Eran los mismos ojos de Celine.
‒Iguales o parecidos ‒respondió dudando
Rosalie.
‒Los mismos ‒añadió Alexandre y se levantó
bruscamente. Huyó escapando de alguna certeza que guardaba como un secreto
irrebatible. Su padre lo vio desde la calle de enfrente con sus gestos
aburridos y ese andar de anciano que le sacudía la razón. El equilibrio estaba
roto.
Antoine abandonó la senda con el espíritu
en tensión y el cuerpo inquieto. Enfiló por la extensa longitud de la calle con
el sombrero en la mano para recibir en pleno rostro el aire de la mañana.
Cuando llegó a su casa, tuvo pánico de
entrar. Lo asaltó un temor infantil, inexplicable, a encontrar una sorpresa,
tal vez una mala noticia. Jamás había sentido tal pusilanimidad. Ni siquiera
intentó razonar sobre el estremecimiento que lo dominaba. Ya no era el mismo
desde hacía muchos años.
Debajo del tapete de la entrada, alcanzó a
ver que se asomaba un papel. Lo levantó. Era un escrito con letra de niña;
pensó que se trataba de Celine y de su cuaderno de notas.
‒Encontré esto ‒le dijo a Rosalie que
estaba sentada tomando el té y esperando que Celine se despertara.
‒¿Qué es?
‒Una carta escrita con letra infantil.
¿Recordáis
el capote militar de vuestro padre, algo mustio y deshilachado en los bordes,
que luego fue abrigo para vos? Tenía sólo ocho años y una enorme capacidad de combate para enfrentar
las injusticias de aquella mañana gris de julio.
He
venido a quebrar la quietud de las aguas de la laguna de juncos y de mimbres
para soñar con la luna divina, donde el Supremo mira las almas que vagan por
los llanos en perfecta oración.
Sencillamente
pequeña me encontraréis siempre: en la matita de verbena, en el trigal bajo la
paz de la siesta, en el polen de las palabras…
¡Oh,
madre, yo juraría que habéis mirado, como cristales, los vidrios de todas las
casas del camino para ver mis rizos deshechos otra vez!”
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