Plegarias
Desde muy lejos, bajo la lluvia, se quedó
mirando el castillo con sus velas interiores encendidas y las estancias donde
las damas, con lujosos atavíos, continuaban brindando por los recién casados.
Alexandre era un ser extraño, ya había
cumplido treinta años y algo, profundamente arcano, lo torturaba. De allí, el
sonambulismo y todo lo que eso acarreaba: caminar de noche por las alcobas observando
de manera voraz a sus padres y a Celine,
buscar llaves y salir a la calle semidesnudo, sentir monstruosos escalofríos cuando
miraba los ojos de su hermana. Era penoso ver su aspecto deslucido y su inminente
depresión. Llevaba un traje burdo, demasiado estrecho para él, sofocado por el
cansancio.
Rosalie, a menudo, veía a su hijo rodando
entre las aguas turbias del Sena, con el cuerpo rígido y los brazos en alto,
pero también lo contemplaba en la cuna-balancín de mimbre, pequeño y frágil,
tratando de hablar antes de tiempo. A Alexandre le pasaba algo, no había duda
de ello.
‒¿Qué buscáis, hijo? ‒le preguntó el
sacerdote de la capilla al verlo
confundido y con la vista ausente.
‒Necesito confesarme.
El párroco anciano con una mano se
sostenía del hombro de Alexandre y con la otra se apoyaba en el bastón. Lo acercó
a un reclinatorio de madera de nogal frente a dos estatuas de yeso que lo
miraban con sus ojos secos entre sus mantos bendecidos. El ambiente parecía
tórrido a pesar de la invalidez de las iglesias; quizá era Alexandre que no
podía dominar sus demonios interiores, el hambre a libertad que laceraba sus
entrañas, la insurrección y el deseo de amar.
Al rato, más aliviado, se alejó del templo
con la convicción de que aquellas frases habían volado de su cuerpo y que el
sosiego, con todo lo que tiene de sanador, llegaría a su corazón para saciar su
arrebatado espíritu de los malos pensamientos.
A unos pasos de un escaparate, tapándose
el rostro con un pañuelo de batista, se encontró con Alizee. Ella llevaba una
falda de seda gris con una manteleta de encaje negro, un velo le cubría la
cabeza y sus manos enguantadas parecían diminutas y finas. En torno a su figura
flotaba un suave perfume de violetas.
‒¡Alizee! ‒le habló con timidez pues había
pasado mucho tiempo. La última vez que la vio tenía ocho o diez años y él
veinte.
‒No sé quién sois.
‒Alexandre Florent. ¿No me recordáis? Iba
con mi madre a la casa de Madame Delfine. Había un galeno o algo parecido que
me atendía. Se llamaba…
‒Trevou ‒respondió con rapidez Alizee
mientras se acomodaba el velo como queriendo ocultarse más de aquel
desconocido.
‒Sí, claro ‒añadió sonriendo Alexandre,
pero su risa se apagó cuando miró sus ojos. Comenzó a temblar con intención de
escapar de ella.
‒¿Te sientes bien?
‒No ‒aclaró de inmediato y giró sobre sus
pasos para alejarse amarrado a una quietud que lo transformaba en espejismo. Él
era prisionero, víctima y testigo de un pasado sin cerrojos ni fronteras. La
soledad lo hostigaba. Alizee era también peregrina de una historia inexistente,
detrás de una llama que se extinguía como si todo su cuerpo fuera un disfraz.
‒Vamos ‒le dijo Louise cuando salió de la
tienda‒. ¿Os ocurre algo?
‒Vi al muchacho que iba a casa como
paciente del doctor Trevou. Tendría unos treinta años, no lo conocí en un
primer momento.
‒Yo si lo viera tampoco. Es que pasan
tantos enfermos por el hospedaje que terminan todos teniendo la misma cara.
‒No creo, lo que ocurre es que no prestáis
atención. ¡Señorita Louise! ¿Por qué la gente os llama así? ‒preguntó, de
repente, Alizee.
‒Bueno, es que nunca me vieron con un
esposo.
‒¿Y mi padre?
‒Ya os conté que me abandonó antes de que
nacieras. Mejor no hablemos de él porque me pone la piel terrosa.
‒¡Pobre madre! ‒respondió Alizee entre
risas.
Se alejaron de la Mercerie con cierta alegría. En aquel lugar humilde vendían de
todo: ropa blanca, gorros de tul de canutillo, mangas y cuellos de muselina,
camisetas, medias y tirantes; cada prenda pendía de un gancho de bronce. La
vitrina se hallaba cubierta de sacos peludos usados y los gorros resaltaban
sobre el papel blanco del escaparate. En el lateral derecho, se exhibían
ovillos de lana rosa, cajas con redecillas para el pelo con cuentas de piedra
ámbar, paquetes de agujas de tejer calcetines, modelos de tapicería y carretes
de cintas. El negocio pobre era el lugar donde Louise podía comprar. No había
dinero para lujos.
‒¿De dónde vienes así agitado? ‒preguntó
Rosalie mientras cosía un ruedo con una aguja de hueso sentada junto a Celine
que bordaba con un aparato redondo y deforme de la abuela Lisa.
‒¡Madre, ya soy grande!
‒No interesa. Me gusta saber dónde está mi
familia.
‒Pues, sois muy posesiva. No sabéis que
los hijos sufren cuando las madres los vigilan y protegen tanto. Pasan a ser
egoístas porque quieren manejar nuestras vidas. Sienten que les pertenecemos.
‒¿Acaso no es así?
‒No. Soy libre; un hombre de treinta años
no puede descuidar sus palabras, ni por abatimiento ni por dolor.
‒Lloráis porque añoráis el tiempo que se fue, por eso dices con ese tono: ¡treinta años! ‒respondió Celine sin levantar la vista.
‒No sois parte de este diálogo. Estuve
cerca del palacio de Versalles porque hoy se casaba el delfín Luis Augusto con
una duquesa o princesa… algo así… que llegó de Austria. María Antonieta creo
que se llama…
‒Ah…sí. ¿Y cómo se veían los novios?
‒Lujosos, notables y ambiciosos. Miraban
al pueblo como si fueran esclavos sordos y ciegos, castigados.
‒¡Qué espanto!¡No me gustan los reyes!
‒A mí tampoco ‒dijo Celine y se fue a su
alcoba.
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