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miércoles, 26 de junio de 2024

Licia (Cap VIII-Gorki,el gato-2da parte)

 


Plegarias


Alexandre había estado recorriendo el municipio de Versalles, cerca de París, en la región de la isla de Francia, porque le atraía mucho todo aquello que jamás podría alcanzar: la riqueza y la voracidad de quien todo lo tiene sin un esfuerzo.

Desde muy lejos, bajo la lluvia, se quedó mirando el castillo con sus velas interiores encendidas y las estancias donde las damas, con lujosos atavíos, continuaban brindando por los recién casados.

Alexandre era un ser extraño, ya había cumplido treinta años y algo, profundamente arcano, lo torturaba. De allí, el sonambulismo y todo lo que eso acarreaba: caminar de noche por las alcobas observando de manera voraz a sus padres y a  Celine, buscar llaves y salir a la calle semidesnudo, sentir monstruosos escalofríos cuando miraba los ojos de su hermana. Era penoso ver su aspecto deslucido y su inminente depresión. Llevaba un traje burdo, demasiado estrecho para él, sofocado por el cansancio.

Rosalie, a menudo, veía a su hijo rodando entre las aguas turbias del Sena, con el cuerpo rígido y los brazos en alto, pero también lo contemplaba en la cuna-balancín de mimbre, pequeño y frágil, tratando de hablar antes de tiempo. A Alexandre le pasaba algo, no había duda de ello.

‒¿Qué buscáis, hijo? ‒le preguntó el sacerdote de la capilla  al verlo confundido y con la vista ausente.

‒Necesito confesarme.

El párroco anciano con una mano se sostenía del hombro de Alexandre y con la otra se apoyaba en el bastón. Lo acercó a un reclinatorio de madera de nogal frente a dos estatuas de yeso que lo miraban con sus ojos secos entre sus mantos bendecidos. El ambiente parecía tórrido a pesar de la invalidez de las iglesias; quizá era Alexandre que no podía dominar sus demonios interiores, el hambre a libertad que laceraba sus entrañas, la insurrección y el deseo de amar.

Al rato, más aliviado, se alejó del templo con la convicción de que aquellas frases habían volado de su cuerpo y que el sosiego, con todo lo que tiene de sanador, llegaría a su corazón para saciar su arrebatado espíritu de los malos pensamientos.

A unos pasos de un escaparate, tapándose el rostro con un pañuelo de batista, se encontró con Alizee. Ella llevaba una falda de seda gris con una manteleta de encaje negro, un velo le cubría la cabeza y sus manos enguantadas parecían diminutas y finas. En torno a su figura flotaba un suave perfume de violetas.

‒¡Alizee! ‒le habló con timidez pues había pasado mucho tiempo. La última vez que la vio tenía ocho o diez años y él veinte.

‒No sé quién sois.

‒Alexandre Florent. ¿No me recordáis? Iba con mi madre a la casa de Madame Delfine. Había un galeno o algo parecido que me atendía. Se llamaba…

‒Trevou ‒respondió con rapidez Alizee mientras se acomodaba el velo como queriendo ocultarse más de aquel desconocido.

‒Sí, claro ‒añadió sonriendo Alexandre, pero su risa se apagó cuando miró sus ojos. Comenzó a temblar con intención de escapar de ella.

‒¿Te sientes bien?

‒No ‒aclaró de inmediato y giró sobre sus pasos para alejarse amarrado a una quietud que lo transformaba en espejismo. Él era prisionero, víctima y testigo de un pasado sin cerrojos ni fronteras. La soledad lo hostigaba. Alizee era también peregrina de una historia inexistente, detrás de una llama que se extinguía como si todo su cuerpo fuera un disfraz.

‒Vamos ‒le dijo Louise cuando salió de la tienda‒. ¿Os ocurre algo?

‒Vi al muchacho que iba a casa como paciente del doctor Trevou. Tendría unos treinta años, no lo conocí en un primer momento.

‒Yo si lo viera tampoco. Es que pasan tantos enfermos por el hospedaje que terminan todos teniendo la misma cara.

‒No creo, lo que ocurre es que no prestáis atención. ¡Señorita Louise! ¿Por qué la gente os llama así? ‒preguntó, de repente, Alizee.

‒Bueno, es que nunca me vieron con un esposo.

‒¿Y mi padre?

‒Ya os conté que me abandonó antes de que nacieras. Mejor no hablemos de él porque me pone la piel terrosa.

‒¡Pobre madre! ‒respondió Alizee entre risas.

Se alejaron de la Mercerie con cierta alegría. En aquel lugar humilde vendían de todo: ropa blanca, gorros de tul de canutillo, mangas y cuellos de muselina, camisetas, medias y tirantes; cada prenda pendía de un gancho de bronce. La vitrina se hallaba cubierta de sacos peludos usados y los gorros resaltaban sobre el papel blanco del escaparate. En el lateral derecho, se exhibían ovillos de lana rosa, cajas con redecillas para el pelo con cuentas de piedra ámbar, paquetes de agujas de tejer calcetines, modelos de tapicería y carretes de cintas. El negocio pobre era el lugar donde Louise podía comprar. No había dinero para lujos.

 

 **

‒¿De dónde vienes así agitado? ‒preguntó Rosalie mientras cosía un ruedo con una aguja de hueso sentada junto a Celine que bordaba con un aparato redondo y deforme de la abuela Lisa.

‒¡Madre, ya soy grande!

‒No interesa. Me gusta saber dónde está mi familia.

‒Pues, sois muy posesiva. No sabéis que los hijos sufren cuando las madres los vigilan y protegen tanto. Pasan a ser egoístas porque quieren manejar nuestras vidas. Sienten que les pertenecemos.

‒¿Acaso no es así?

‒No. Soy libre; un hombre de treinta años no puede descuidar sus palabras, ni por abatimiento ni por dolor.

‒Lloráis porque añoráis el tiempo que se fue, por eso dices con ese tono: ¡treinta años! ‒respondió Celine sin levantar la vista.



‒No sois parte de este diálogo. Estuve cerca del palacio de Versalles porque hoy se casaba el delfín Luis Augusto con una duquesa o princesa… algo así… que llegó de Austria. María Antonieta creo que se llama…

‒Ah…sí. ¿Y cómo se veían los novios?

‒Lujosos, notables y ambiciosos. Miraban al pueblo como si fueran esclavos sordos y ciegos, castigados.

‒¡Qué espanto!¡No me gustan los reyes!

‒A mí tampoco ‒dijo Celine y se fue a su alcoba.

**

LICIA. HERMANA MÍA.
-----------------María Antonieta, Versalles, Las gemelas, Luis XV, La Guillotina, Francia, La muerte, El Trianon.

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