IV
BALTHAZAR
Madame Delfine
y su casa de huéspedes
La
miseria deja constancia de que es una injusticia que el hombre no merece.
Madame Delfine respiraba fatigosamente
entre los cobertores peludos. A su lado un hombre en estado lastimoso dormitaba.
Tenía un calzón y una casaca negra, harapienta, tras la que se veía la desnudez
de sus huesos. El sombrero, de paño grueso, le llegaba a las cejas. Dejaba al
descubierto los grandes ojos, de una singular dulzura, en un rostro
atormentado. Era el hermano de Madame Delfine que había venido a vivir con ella
porque necesitaba recuperarse de una dolencia física. Se llamaba Balthazar.
Alizee había aprendido a quedarse callada
porque su madre Louise y su madrina Isabeline la tenían sentenciada. La niña
con sol en los ojos sabía entrar y salir de la casa sin ser vista por la dueña.
Si en estos cuatro años no la habían descubierto Louise pensaba que eso ya no
ocurriría porque Delfine estaba bastante miope y el asma bronquial la tenía
preocupada; ya ni peleaba con Louise por el dinero que le debía porque de ser
una simple huésped, solitaria y huérfana, había pasado a ser su asistente y
enfermera, además de mujer de limpieza.
‒¿Quién es esa niña? ‒solía preguntar como
en murmullos.
‒La sobrina de Louise ‒alguien respondía.
‒Ah… sí ‒decía Madame Delfine
despreocupada.
Isabeline se llevaba a Alizee a una
especie de biblioteca y le leía algunos textos que traían los libreros
ambulantes. La niña era una reina en ese universo oscuro, con olor a leño
bruñido y alcanfor.
‒Tus manos son como alas de mariposas.
‒¡Qué bonita sois, pequeña! ‒dijo Isabeline
ante las palabras dulces de su ahijada.
‒Tenéis que convertir tu sangre en agua
cristalina para lavar las heridas aun del que te lastima…
‒¿Dónde escucháis esas cosas?
‒No sé, me las enseña madre. Me dice
también que el corazón es un gigante sabio que puede amar lo incomprensible.
‒Pues Louise es muy inteligente.
‒Yo la amo.
‒Claro, niña, te trajo al mundo y tenéis
que darlo todo por ella. Como una madre nadie te podrá querer. Es enorme su
cariño.
‒No ‒respondió Alizee.
‒¿Cómo no?
‒Ella no me trajo al mundo.
‒Claro, si es tu mamá.
‒Lo es, pero yo vine en una nube a dormir
en un lecho callejero donde los duendes recogen chiquillos para darles abrigo.
Louise me abrazó cuando empecé a sentir frío. Me arropó con sus caricias y ese
corazón fue el refugio que me devolvió la vida.
‒Miráis esos pocos libros que tenemos y
que no son para tu edad.
‒Me gusta soñar con historias de animales.
‒Ya os regalaré un libro, aunque sea muy
costoso, para tu cumpleaños. Madrina cumple con sus promesas.
‒¡Lo quiero!
‒¡Ya!, esperaremos el día, la fecha, con un pastel redondo como la luna llena de frutillas y duraznos almibarados.
‒No sabemos cuál es la fecha, ¿no?
‒Claro que sí, Alizee ‒agregó su madrina
como para tratar de eludir una pregunta que no podía responder porque la niña insistía
y resultaba tan desopilante su actitud y su manera de expresarse que
desconcertaba a quien la escuchara hablar.
‒Recuerdo el sol de la tarde y las
cristalinas aguas de una laguna. Bebí de ellas mientras me vigilaban los
soñolientos ojos de los corderos, al otro lado de las colinas. Una niña llamada
María Antonieta estaba sentada sola ante una fogata, muy lejos.
‒¡Alizee! ¡Por Dios! Deja de escuchar
conversaciones de adultos porque te hacen mal. Le diremos a Louise que te lleve
a dar una vuelta.
‒No podemos porque alguien viejo se va a
quedar dormido.
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