‒¡Silencio!
‒gritó y los demás dejaron de danzar y se ocultaron, con miedo, en las
tolderías. Algunos asomaban sus ojos como animales asustados, con ese temor a
ser martirizados por alguna flecha perdida. Ser indio no era fácil pero ellos no
conocían otra vida; le habían quitado la esperanza de libertad, la familia, el
honor y la dignidad. Namba sentía un
resentimiento que aumentaba con los años porque se había quedado solo, pero no
quería rendirse ante los suyos, aunque por lo visto ya no lo necesitaban.
Entró
a su refugio y se recostó a meditar entre los cueros. Necesitaba llevar a cabo
un plan para que su herencia permaneciera intacta cuando él tuviera que ser
llevado a su lecho mortuorio. Para eso faltaba, pero había que ir esquivando
inútiles para encontrar la verdadera “joya”: su continuidad.
Aluen
y Luisa estaban leyendo versos en la Casa de las Huérfanas.
Las
letras, de un ritmo marcado y sentimental, les llegaban hondamente. Hubo un
silencio prolongado y lleno de sensaciones. Luego, una a una, fueron alejándose
las muchachas, saturadas por la poesía de la noche. La última que se levantó
dijo:
‒No
hacemos nada hablando bonito. La realidad es otra. Inventar novelitas es como
no tener claro el destino.
‒Es
que lo bello a veces ayuda a que esa realidad sea menos dura. Todos sufrimos y
tratamos de dibujar estrellas en un universo plomizo para no morir de tanto
llanto.
‒A
mí no me sirve ‒dijo la joven y se retiró. Al pasar por una puerta, ya
tenebrosa, de la cocina, en medio de las sombras, sintió de pronto el hálito tibio
y húmedo de la oscuridad y oyó unos pasos. Se asustó y escapó por la galería de
las estampas bíblicas hasta llegar al cuarto. Algo inexplicablemente abrumador
la había acechado. Tenía miedo.
Aluen
recogió a Pedro, quien dormía en una especie de canasta, y se fue para la
iglesia; tenía que cruzar el oscuro patio atiborrado de mosquitos y entrar por
la galería de chapas y de baldosas rojas.
‒Hasta
mañana, Luisa. Reza por la humanidad.
‒No
tengo ganas, sabes que no lo siento. Bueno, entonces habla con tu madre; pídele
a ella que te proteja de los males de este tiempo. Yo hago eso y el padre
Hilario me dice que así está bien. Ser buena persona no quiere decir que tienes
que creer en Dios; la espiritualidad y la fe también pasan por otro lado.
‒Tienes
razón, Aluen. Eres tan sabia. ¿Quién te enseñó a hablar como una maestra?
‒¿Y
quién puede ser?
‒El
padre es tan culto, tan inteligente. Lee esos libros llenos de polvo que están cargados
de enseñanzas de los filósofos europeos.
‒A
veces la vida misma te enseña.
Al
otro día, mientras Aluen barría la cocina y el padre amasaba el pan, llegó
Pedro Medina con una dulce sonrisa a buscar una respuesta. El sol de aquel
cálido día entraba por la ventana y traía tibieza a las almas. Pedrito jugaba
con un carrito que le había dado el padre Hilario de su colección de la
infancia. Se levantó y se lo mostró a Pedro como todos los niños que les gusta
compartir.
‒A
este carrito le hace falta un caballo ‒dijo Pedro para alegrar al pequeño que
comenzó a reír sin parar. Él lo cargó y se lo llevó a la vereda, frente a la
plaza, para que tomara sol. Se sentía padre por primera vez y eso lo inundaba
de una felicidad extraña, de un sentimiento que no conocía y que no podía
explicar.
‒No lo muestre tanto ‒agregó Aluen‒. No quiero que lo vea Leiva por si llega a pasar. Puede estar escondido espiando mis pasos. Lo siento detrás de mí, como si tuviera sus ojos sobre mi espalda, pesados y espinosos.
‒Es
que si aparece le va a ir mal.
‒Yo
no quiero peleas. Ya bastante tuve que sufrir los años que vivía en su casa.
‒La
esposa de Leiva ¿cómo te trataba?
‒Bien
porque no sabía nada de lo que el marido hacía. Digo… la persecución. Igual
ella lo hubiera defendido y me hubiera echado a la calle. Me hubiera culpado a
mí de haberlo provocado. Las esposas son así, celan a la mujer cuando el error,
en muchos casos, es del hombre.
‒Hay
mujeres que se dedican a ser amantes para recibir a cambio dinero y posición ‒dijo
Pedro conociendo, de antemano, las ligerezas de algunas oportunistas.
‒Lo
sé, pero yo siempre fui la criada. Nunca busqué más que un plato de comida.
‒Bueno…
ya. ¿Pensaste lo que te pregunté el otro día?
‒Le
respondo que sí ‒dijo Aluen tímidamente y con cierta distancia porque lo
trataba de usted.
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