‒¡Niña, ve a tu cuarto!
‒El abuelo Balthazar. No temáis que yo
estoy contigo. Sois bueno y dulce aunque te hayan enseñado a rezongar y a ser
gruñón.
El hombre trastabilló y cayó como por un
barranco. Estaba muerto. Delfine no lo vio porque se había recostado en un
sillón hamaca y se encontraba dormida.
‒¡Isabeline! ‒gritó desesperada Louise.
Quería que se llevara a la niña del lugar. Era muy pequeña para saber lo que
era la muerte; sin embargo, ella, a su corta edad, la llevaba dentro, la
adivinaba, la presentía…
La lluvia se escuchaba lenta en las
bóvedas. Dentro del monasterio desierto, el abad daba sus rezos entre los
murmullos teniendo la soledad como testigo. Las naves estaban frías, el piso
yerto, los altares estáticos y las imágenes de los santos, con los ojos fijos,
dictaban un sentencia mientras la lluvia, otra vez, embestía las dobles puertas
claveteadas.
Un carruaje de penachos negros se aproximó
a la entrada del templo. No se escuchaban llantos ni suspiros. No había nadie,
sólo dos personas: la señorita Louise y su amiga Isabeline. En ese triste
escenario la despiadada tragedia se hermanaba con la soledad y la vida endeble,
con las torturas del alma y las preguntas sin respuestas. Balthazar, el abuelo,
a quien nadie fue a despedir, se quedará de ahora en más con la inmortalidad de
los duelos inconclusos, con el deseo de ver una lágrima derramada o de escuchar
los pasos de un cortejo inexistente en El cementerio de los Santos Inocentes ubicado entre las calles Saint-Denis, Lingerie, Ferronerie y Fers.
Al otro día, el sol absoluto, el rumor
sordo, indeciso, como de viento, de perfumes, interrumpirá con un estallido
anómalo para testificar las ausencias, el no
ser y la perpetuidad.
Madame Delfine sollozaba igual que una
niña. Recordaba a su padre trabajando en el horno de arcilla. Se veía entre los
tablones de madera mirando la higuera y el limonero. Alizee la observaba con
asombro y jugaba a ser vendedora de botones viejos, malabarista, bailarina de la Académie Royale de la Dance,
cocinera, lectora de nubes, hada y maestra. Buscaba acercarse siempre a las
personas ancianas. Delfine ya no preguntaba y dejaba que todos decidieran por
ella. El tiempo era eterno y en sus noches infinitas tomaba brebajes para las
dolencias crónicas. Las personas de la casa le parecían raras pero les sonreía
como quien va y viene sin inmutarse demasiado. Louise atendía a los huéspedes,
ése era su trabajo.
Alizee tenía cuatro años y hablaba con
metáforas. Su cara y su cuerpo eran una perfección. ¡Qué pelo! ¡Qué ojos!
Sus sueños tenían gusto a leche con azúcar
y la sonrisa era un vergel de locos vaivenes. Llevaba unos botines algo
torcidos y rotos. Su madre ahora tenía algo de dinero, no mucho, pero lo
suficiente como para comprarle vestidos bonitos y zapatos de princesa pero
ella, caprichosa y adulta, quería usar los botines desaliñados.
Alizee sabía de gramática y de verbos irregulares, de matemáticas y de los sueños cuando el día parece noche dentro del alma. Conocía los ruidos de las calles solitarias, decía que el viento lloraba por las rendijas de las puertas; escuchaba, de lejos, los cascos de los caballos que pasaban arrastrando los pesados coches, se inquietaba con el crujido de los muebles y el sonido del péndulo del reloj. Era bella con sus ojos como luceros pero algo, que no podía manejar y que no entendía, la llevaba a buscar, a caminar delante de sus propios pasos. Amaba, era cariñosa, abrazaba con empatía los hombros doloridos de la señorita Louise que no conocía otra vida. Su existencia entera empezaba y terminaba en Alizee: el regalo del Supremo. Su risa, sus manos, aquel primer día, la fantasía y el amor eran un solo universo. ¿Podía pedir más?
La
felicidad son solamente momentos.
‒Madre, contadme del abuelo Balthazar.
‒Era el hermano de Madame Delfine.
‒¿Por qué se quiso morir? Tal vez, porque
me vio.
‒¡Qué decid!
‒Necesitaba despedirse de mí, madre.
‒Ay… Alizee, no sé qué haré
contigo ‒contestó Louise cansada de tanto desconcierto.
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