Antoine
fue al encuentro de la niña que estaba sentada en su cama rodeada de muñecas de
marfil inválidas que sonreían y de ojos mágicos que parecían, como los de ella,
hilos de agua.
‒¡Qué
niñas tan felices!
‒Padre,
vuestra vida es dura y frágil. ¿Verdad?
‒¡Qué! ‒respondió
asombrado Antoine ante la pregunta de Celine que, con sus cuatro años, lo
descolocaba. Hablaba como una persona adulta.
‒Sois
vuelo, calidez y frío.
‒Oh…
dulce poeta. ¿Ya habéis comido? ¿Queréis unas galletas?
‒Mamá
ya me dio una merienda. ¿Por qué lloráis por dentro? ¿No sois feliz?
‒Sí,
hija.
Antoine
salió de la habitación tan rápido como pudo. No entendía cómo Celine podía
expresarse de ese modo con la edad que tenía. Desde que nació se había
confundido con su voz tímida y la calidez de sus brazos, pero jamás pensó que lo
sorprendería con su aprendizaje. Todavía no tenía maestras.
‒¿Qué
me contáis de Celine? ‒le preguntó a Rosalie quien, en ese momento, consultaba
un libro sobre temas médicos.
‒¿Qué
le pasa a la niña? Claro… ahora entiendo. Recién te dais cuenta de lo que
siempre te comento sobre ella.
‒¿No
os parece rara su forma de hablar?
‒Permanezco
todo el día a su lado, ya estoy acostumbrada a escuchar sus charlas. Toda ella
es extraña, pero el que me preocupa es Alexandre.
‒Sí,
seguro. No hay certezas sobre qué le ocurre. Tal vez, está enamorado.
‒Seguramente,
algo perderemos para ganar. Así son las cosas: un legado de ausencias y de
encuentros. El universo del apenas vivir.
‒Bueno,
ya sé a quién se parece nuestra Celine. Tenemos dos poetas en la casa. Las
maestras que habláis con el diccionario al lado.
‒Sí, el de
Sebastián de Cobarrubias, capellán de Felipe II y canónigo de la Catedral de
Cuenca, fue un curioso personaje, humanista, políglota y hombre de letras.
En 1605, en los ratos que
le dejaban sus ocupaciones, se puso a escribir el tesoro de la Lengua
Castellana, considerado primer diccionario de nuestro idioma.
El
día estaba gris y un rayo de luz iluminaba el rostro de Rosalie. Antoine
admiraba la mirada cálida de ella reflejada por una aureola de pensamientos.
Parecía una de esas pinturas ingenuas de la Edad Media, en las que el artista
ha dejado el artificio reservando la magia de un pincel sobrio donde el
firmamento parece reflejar sus áureos resplandores.
‒Mamá,
¿cómo os va? ‒dijo, de repente, Alexandre que llegaba de la calle.
‒Me
inquietáis. ¿Cómo os fue en la clase de hoy?
‒Bien.
‒¿Os
preparo algo para comer? Tenéis los ojos turbios y cansados.
‒Estoy
un poco aturdido.
Antoine
los dejó solos en el recinto. Las palabras de Celine resonaban en la casa
aletargada y prestaban su dulzura al entorno aderezado por la tibieza de los
sueños.
‒Pobre
hija mía ‒dijo Rosalie por lo bajo.
‒¿Qué
tiene Celine? ‒preguntó Alexandre.
‒Sabiduría.
‒Menos
mal.
‒Debéis mecer la soledad y
caminar los pasos del tiempo.
‒¿La
escucháis?
‒A
su edad, ¡Dios mío! ¿Cómo puede hablar así?
‒Pues,
no sé…
‒Alexandre,
hijo. ¿Por qué no me contáis qué te pasa? El amor de madre lo puede todo. Si no
estáis bien, debéis decirlo para ir con un facultativo. Confía en mí o en tu
padre. ¿Tenéis algún secreto? ¿Os da vergüenza?
‒No
me pasa nada, madre.
‒Por favor, no me llenéis de incertidumbre. Sabéis que sola no puedo.
‒Es
que estuve estudiando mucho para los exámenes y suelo descansar poco de noche. Me
duelen las articulaciones y las piernas parecen cargadas de hormigas. Me
levanto y tomo leche caliente con miel y observo la calle desierta cuando
peregrinan los perros vagabundos y se escuchan los violines. Es bella la
oscuridad cuando sabes que tienes refugio; triste es la soledad que desprende
sus vahos nocturnos, la sal de las callejuelas de piedra y los residuos que
huelen a carne acumuladas en trastos abandonados por ancianos dementes.
‒No
te entiendo, me asustáis ‒respondió desconcertada Rosalie. Se encontraba atrapada
por las ideas incongruentes de su hijo.
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