Estanislao
y Pedro se fueron como vinieron con la incertidumbre y la confusión. De nada
les había servido hablar con esa mujer inestable y resentida que repetía que
era pobre todo el tiempo como si los demás tuvieran la culpa.
‒¡Qué
raro que haya dejado sus propiedades y se haya ido así!
‒Acaso,
porque su única prioridad era robarle el niño a Aluen como venganza por el
casamiento y porque ella nunca lo quiso. Recuerdas que te conté que le dijo que
quería que viviera con él e intentó muchas veces llevarse a Pedrito para que se
viera obligada a seguirlo.
‒¿Y
quién se va a hacer cargo de él y de educarlo?
‒Nadie
porque yo voy a encontrarlo aunque tenga que buscarlo en el fin del mundo. Se
lo debo a Aluen, aunque ella ya no me quiera.
‒¿No
te quiere?
‒Bueno…
No sé. Creo… porque está muy distante. No desea acercamientos y tampoco ir a
vivir a la casa que compré para formar una familia. Necesita permanecer en la
iglesia con el padre Hilario.
‒Es
que un hijo es todo para una madre. Lo digo por la mía ‒respondió nostálgico
Estanislao‒. Ella era capaz de dejar la vida por mí. De esas madres que de
tanto que te aman te ahogan con sus consejos, reclamos, cuidados y advertencias.
‒¡Qué
suerte! Yo no conocí a la mía. Me hubiera gustado sentirme preso de ese amor
tan abrigado.
‒Te
puedo asegurar que a veces llegaba a molestar. Era muy absorbente, pero hay que
reconocer que ese sentimiento sólo lo entienden las madres y sólo ellas.
‒Es
cierto, nadie puede imaginar qué se siente cuando te han quitado parte de la
entraña. Mañana iré a ver al herrero que vive enfrente de la casa de Leiva y si
consigo algún dato, nombre o dirección, me voy para Buenos Aires. No puedo
esperar más; si me quedo acá Aluen me hará reclamos y no tengo cara para
enfrentarla. La pobre no tiene a nadie que la ayude.
‒Entiendo,
hay que hacer todo lo posible para encontrar al niño.
Al
otro día, Pedro Medina fue a ver al herrero que vivía a unos pasos de la casa
de Leiva. Cuando lo vio llegar, se escondió detrás de un carro de verdulero,
pero los perros lo delataron al acostarse a su lado moviendo la cola sin parar.
‒¡Necesito
hablarle, amigo! ‒gritó Pedro.
‒Yo
no quiero, no me gustan los soldados. ¿Por qué no se va?
‒Es
importante, no tenga miedo. Necesito saber de Manuel Leiva, su vecino.
Cuando
escuchó esas palabras que nada tenían que ver con él, se asomó despacio. Entre
el humo sofocante, un chiquillo cocía elotes-mazorca de maíz-atizando las
brasas con hojas de libros y papeles amarillos.
El
herrero era un hombre obeso, de bigotes retorcidos y ojos azules misteriosos
que se perdían como buscando algo impreciso.
‒¿Qué
hay? ‒dijo con desgano.
‒Necesito
saber dónde está su vecino Leiva.
‒¿Y
dónde va a estar? En la casa. No ve cómo humea la chimenea.
‒Si
no hace tanto frío.
‒Ah…
no sé.
‒Me
dijeron que se fue para Buenos Aires. ¿Puede ser?
‒Él
suele ir porque tiene negocios. Yo mucho no sé, no me comprometa. Capaz que
está ahí dentro y usted me está queriendo sacar información para tenderle una trampa.
Yo no soy traidor, sabe.
‒¿Por
qué no me dice algún nombre o dirección de esas personas que negocian con él en
Buenos Aires? ¿Necesito enviarles unos recados? Mire si un soldado como yo lo
va a traicionar. Todo queda entre nosotros.
El
herrero entró a la casa y trajo anotado en un papel arrugado unos nombres.
‒Acá
le dejo. Usted me gusta mi general. Sus modales son de confiar, pero no me
nombre.
‒No
puedo hacerlo porque no sé su identidad.
‒Pancracio
Romero ‒dijo sin pensar.
‒Ah…
Bueno. Gracias. Adiós.
‒Y
así nomás se va a ir. Me extraña de un general como usted.
Pedro
le arrojó unas monedas y se fue, pero antes pasó por la casa de Leiva y golpeó
las manos. Una mujer con una niña en brazos se asomó y abrió despacito la
puerta, dejando ver los montones de libros que había desparramados en la
alfombra, mesas y sillas, los espejos descolgados y los marcos de estampas y
retratos.
‒Manuel
Leiva ¿se encuentra?
‒Se
fue a Buenos Aires.
‒¿Y
este humo? ‒agregó Pedro asombrado.
‒¡Qué
le importa!
‒Digo…
me parece raro. Además, acá falta oxígeno. Le va a hacer mal a la niña.
‒Estoy
quemando estos trastos por orden del dueño. No se meta donde no lo llamaron.
Pedro
se fue con la convicción de que esa mujer estaba loca o que ocultaba algo.
Seguía sin saber qué rumbo tomar ante tanto desconcierto. Evidentemente, Leiva
no estaba viviendo allí y sus hijas tampoco. Era como si se lo hubiera tragado
la tierra.
“Qué
mujer bruta”, pensó.
El
problema no era ése sino el paradero de su patrón y su forma despiadada de
castigar a Aluen desde tiempos remotos.
‒¡La gente rica es una mierda! ‒gritó la otra vecina pegada a la mirilla de la puerta y con demasiado odio en sus vísceras. ¿Por qué lo atacaba así? Él no era una persona adinerada, en cambio Leiva sí. Tal vez, por eso. Demasiados enigmas para descifrar cuando el tiempo se escapaba mostrando su verdadero misterio: el de las horas silentes.
Pedro pensó que la única alternativa que tenía era viajar a Buenos Aires y tratar de localizar los nombres que le había dado el herrero Pancracio Romero. No estaba seguro si eran falsos o no, pero no existía otro camino. Debía hacer algo por el amor de su vida para no caer en el desprecio eterno y terminar sus días en soledad. Amaba a Aluen y a Pedrito, eran su familia.
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