VI
EL DR. PIERRE TREVOU
María Antonieta llegó a seducir con sus
encantos innatos a la señora Geoffrin, de paso por Viena, quien tenía uno de
los salones más cotizados de París y había elevado la conversación hasta
convertirla en un arte de vivir.
La niña no tenía límites en su afán de
conquista. Junto con su hermana María Carolina recorrían los salones en busca
de diversión. Tenían un defecto en común: la falta de respeto. María Antonieta
era punzante y hasta cruel y eso estaba mal visto en la cumbre de la pirámide
social. Tenía, por obligación, guardar el decoro. Ella siguió su camino sin
inmutarse. Adoraba los enigmas, los perros, los pasteles de crema y sobre todo
la música. Tenía como profesor a Gluck con quien compartía oberturas de
operetas, momentos de sinfonías y melodías de sonatas a través de su
clavicordio.
A los doce años, apenas sabía escribir. Su
ortografía era aventurada. Desconocía la literatura y poco el francés. Bailaba
muy bien pero solamente danzas alemanas.
Es entonces cuando el proyecto de unirla
en matrimonio con Luis Augusto se definía cada vez más y Luis XV le comunicó al
conde Mercy-Argenteu, embajador de Austria en París, que apreciaba el idioma
francés y que la futura esposa de su nieto debería esforzarse por aprenderlo.
Aufresne enseñó a la niña la pronunciación
y declamación, y Seinville a cantar.
La
archiduquesa tomó lecciones de clave con Gluck y de baile francés con Noverre. Cuando su madre eligió, además, a dos actores para
darle clases de dicción y de canto, el embajador francés protestó oficialmente.
María Teresa le pidió que designase un
preceptor aceptado por la corona de Francia. Sería el abad de Vermond
admirador del siglo de las luces y
aficionado a las bellas artes quien, enviado a la corte imperial, iba a reparar
las lagunas en la educación de la joven archiduquesa y comenzar a prepararla
para sus futuras funciones.
El 13 de junio de 1769, el marqués de Durfort, embajador
de Francia en Viena, realizó la petición de mano para el delfín. María Teresa aceptó
de inmediato. En Francia el partido devoto, hostil por la caída de las alianzas
llevada a cabo por el duque de Choiseul en favor del enemigo
sempiterno, llamó ya a la futura delfina la
Austríaca, sobrenombre que le había sido dado por las hijas del rey Luis
XV.
Ante la inminencia del matrimonio y lo
mucho que eso significaba para María Teresa de Austria, ella misma se encargó
de vigilar los progresos de su hija. Ese mismo año interrogó durante horas a
María Antonieta y se declaró contenta. Felicitó al abad de Vermond por haber
encontrado en su alma una persona capaz de razonamiento y juicio.
La niña aprendió a peinarse y a vestirse a la francesa. Para ello abandonó la
pereza inicial que la acompañaba siempre y mostró seriedad.
Las enseñanzas del abad, las esmeradas
atenciones del peinador y el uso de las modas francesas bastaron para dar a
María Antonieta un perfil más adulto.
Nadie sabía cuánto tiempo podría resistir
vivir en la corte de Versalles. Ya era tarde para conjeturas. El matrimonio era
un hecho.
Dos corazones
Su voz sonó rígida y poco convincente. Giró sobre sus talones y se perdió entre la niebla. Mientras caminaba tropezó con una piedra caída de la pala del sepulturero. Llegó a una verja de hierro y el frío del metal le devolvió parte de su conciencia. Louise fue al cementerio de los Santos Inocentes, donde estaba sepultado Balthazar, a ver los detalles de aquel entierro inesperado. Un árbol le rozó la cara con sus húmedas hojas; parecía que la naturaleza la trataba con desdeñoso escarnio.
“No entiendo el fallecimiento de Balthazar
y menos la conducta de Alizee” pensó.
Sin duda, era una niña especial. Louise
recordó cómo la había encontrado aquella tarde en el portal de una casa por los
Campos Elíseos. Tenía la imagen en su
mente; era víctima de ese milagroso pasado. ¿Y aquellos caballeros que fumaban
en pipa de arcilla? No significaban nada para ella. Una madre había abandonado
a un bebé sin importarle su destino, si tendría frío o no, si comería mañana…
Demasiada pena tendría que haber sentido al dejar a ese ser indefenso a merced
de los peligros. Tal vez, nada llegó a conmoverla.
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