Pedro
la notaba cada vez más distante y sentía que todo el amor había desaparecido.
Sólo le importaba el niño. Debía comprenderla de alguna manera, si no tendría
razón cuando decía que solamente era un hombre y nada más. Para ella era un ser
frío, embrutecido, con deseos de satisfacer sus instintos y de no respetar al
género femenino. Sin capacidad de dar sólo de recibir, apelando a todo tipo de
manipulaciones. Pedro no era así, pero reconocía que la boda se había esfumado
y que esa unión era un recuerdo. No debía ser egoísta. Si la amaba realmente
debía ayudarla a buscar al niño de todas las maneras posibles. Leiva no podía
ser más poderoso, sí era un pusilánime que se aprovechaba de las mujeres, en
apariencia débiles, que obedecían para no ocasionar males mayores y porque,
además, no tenían dónde ir.
‒Calma,
Aluen. Iré al Fuerte y armaremos algunas estrategias. Si es necesario viajaré a
Buenos Aires. Pero antes necesito conocer los nombres de la familia de Leiva en
la provincia, contactos… ¿Qué trabajo hacía? ¿Con quién negociaba? Parecen
tonterías, pero me pueden llevar a él más rápido. Lo raro es que si este hombre
se fue hace un mes, ¿por qué el niño desapareció ayer?
‒No
sé, no sé… Lo quiero acá, junto a mí. ¿Me puedes comprender? ¡Por favor!
Pedro,
apesadumbrado por la situación sin control, se fue para el Fuerte del Carmen.
Se encontró con su amigo Estanislao, soldado del cuerpo de artillería, y le
contó lo sucedido. Estaba tan angustiado que recordó cuando hace tiempo quería
desertar. ¿Qué hubiera pasado si lo hubiera hecho? Otra sería la historia.
Ahora se hallaba atado de pies y manos, obligado a llevarle de vuelta el hijo a
su amada Aluen. Lo triste era que pensaba que jamás lo encontraría; algo
profundamente extraño le decía que no lo buscara porque todo sería inútil.
‒¿Qué
piensas? ‒le preguntó Estanislao.
‒No
sé, amigo. Este suelo es tan ladino. Hasta puede estar muerto el niño. Leiva es
un hombre de buscar venganza y de ejecutarla por lo visto.
‒Necesito
que me acompañes a ver a la vecina que comentó lo del viaje a Buenos Aires.
‒Bueno,
vamos.
Al
margen del río Negro, elevado sobre la barranca, Carmen de Patagones era
imponente y humilde al mismo tiempo. La torre de la iglesia la transformaba en
una población histórica que iba dejando huella en el muelle, en las calles
empinadas y en sus plazas.
Estanislao
y Pedro caminaron en silencio, acompañados por el eco disonante de los pasos.
La
casa de aquella vecina parecía un triste galpón de herramientas: geométrico,
débil, desvencijado. Si abría la puerta se cerraba la ventana y al revés.
Golpearon las manos.
‒¡Qué
quieren! ‒gritó.
‒Saber
sobre el vecino.
‒¡Qué
atrevimiento! ‒respondió de malhumor arrastrando cada palabra.
‒¿Por
qué le molesta tanto? ¿Acaso la obligó a callar?
‒¡A
mí nadie me da órdenes, sabe! ‒contestó desde detrás de la persiana donde sólo
se asomaban sus ojos.
‒¿Dónde está? ¿Y sus hijas?
‒Ya
les dije a los pendencieros, que se fue a Buenos Aires con su familia. La
Patagonia no les gusta porque es un lugar sin futuro y las hijas son jóvenes.
‒¿A
qué se dedica?
‒Tiene
tierras. Labranza.
‒¿Y
entonces?
‒¡Ya
tanto no sé! ‒gritó enojada‒. ¡Se van porque tengo que seguir con la limpieza!
¡Soy pobre! Lo digo por si no se dan cuenta.
‒Sí,
claro. Disculpe.
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