‒La debe haber escrito Celine ‒dijo Rosalie
sin preocuparse demasiado‒. Ya conocéis a nuestra hija. No hay nadie más
talentosa que ella.
‒No sé ‒comentó Antoine con cierto temor
que lo abrumaba. Miró con desconfianza hacia la habitación de Celine y vio
arrastrarse blanquecinos jirones de claridad.
‒¡Hola! ‒gritó la adolescente desde el otro
lado, amarrada a los barrotes de la escalinata. Asustó a sus padres que la
esperaban por el pasillo.
‒ ¿Qué maneras son ésas de aparecer? Nos
asustáis. ¡Ya no sois tan niña como para jugar así!
‒Tengo catorce años y estoy débil y
dolorida porque he perdido algo.
‒¿La carta? ‒respondió Rosalie.
‒¿Qué carta?
‒Mira…
‒No, yo no escribí estas líneas aunque son
bonitas y están dedicadas a vos, madre. Sus letras tienen pájaros, diademas y
ensueños y guardan abrazos de seda, horas inocentes que vuelven con los ojos
llenos de rocío.
‒Vamos, Celine, no inventéis juegos a tu
mamá que está cansada ‒le habló Antoine contemplando el rostro de su hija que
parecía recitar las frases que, según ella, no había escrito.
‒Éste es un papel ajado por el polvo y las
verdades ‒respondió Celine y miró a su padre de una manera brusca como pintando
su ingenuo egoísmo, su apatía acostumbrada y ese carácter contemplativo,
abnegado y pálido de quien no sabe qué hacer con la vida. Antoine la sublevaba‒.
¡Yo no lo escribí! ‒gritó‒. Lo debe haber robado el gato de alguna casa vecina,
es medio tonto y pendenciero. ¿Por qué no le preguntáis a mi querido hermanito?
‒¡Basta de hacer planteos! Es un simple
papel antiguo.
‒¡No! ‒gritó Rosalie cuando Antoine quiso
romperlo en pedazos‒. Lo guardaré…
Cuando lo tomó para ocultarlo en el
bolsillo del saco sintió un perfume conocido y sin decir nada se lo llevó a su
alcoba. No estaba dispuesta a compartir sus pensamientos íntimos con Antoine,
quien era un hombre tan imparcial que no la escuchaba ni la comprendía. Muchas
veces, se sentía terriblemente sola en su universo de cuatro paredes. Sus hijos
ya habían crecido y pronto se irían de su lado. Ella, perjudicada por sus
inseguridades, por las dudas y por una sombra que la acompañaba desde hacía
catorce años, sabía que moriría a la intemperie como los perros vagabundos
porque nadie podía sanar las cicatrices que no se veían pero que la habitaban
dejando la piel rasgada de tanto buscar respuestas.
Eran las once de la mañana. La brisa
helada soplaba por las callejuelas desiertas. La señorita Louise no oía más que
el ruido regular de los pasos de Isabeline, quien estaba cuidando a Eugenie
Berny, su protectora, que se había quebrado la cadera cuando se enredó con su
propio hilo de tejer. El fresco le causaba una sensación de bienestar a Louise
que prefería el invierno al estío. Acababa de despedir a un letrado que Madame
Delfine había mandado llamar con insistencia.
Alizee estaba preparando el almuerzo. Se
ocupaba de las tareas del hogar para ayudar a su madre: limpiaba, cobraba el
dinero a los huéspedes, recibía a los pacientes de Pierre Trevou. A menudo,
pensaba en una mujer y su hijo que hacía mucho que no veía; la extrañaba sin
razón aparente, sentía cariño por ellos y deseo de buscarlos para saber de la
vida que llevaban, de sus amores y desdichas y de todo aquello que, como un
torbellino, le inundaba el corazón con una luz perturbadora, mística y viva.
‒Madre. ¿Sabéis que una doncella, de mi
edad, viene desde la corte de Viena a Versalles para casarse con el delfín de
Francia?
‒No me interesan esos argumentos de la
monarquía, me aburren. Ellos mismos se cansan de verse las caras todos los
días. No visteis cómo se miran, parecen estatuas de yeso.
‒Aclaman que la mujer debe estar sometida
al esposo y que no debe tener otra ocupación que la de complacerlo y hacer su
voluntad. El matrimonio feliz depende de que si la esposa es compañera, dulce y
divertida.
‒¡Divertida! ‒se rio Louise.
‒Bueno… ‒respondió Alizee‒. Supongo que
algo alegre. Madre, ¿cómo era papá?
A Louise se le crispó la piel al escuchar
es pregunta. Su hija no sabía que había sido recogida en un portal, entre la
multitud de paseantes, cuando ella buscaba sobras de comida. Miró por la
ventana y vio esa bóveda celeste atestada de nubes que pasaban en sus
angelicales procesiones.
‒Parece que va a llover.
‒No me respondisteis. Quiero saber sobre
mi padre. Nunca me habéis hablado de él. Lo imagino indiferente, con cierto
aire de abandono.
‒Se fue cuando todavía no habíais nacido.
‒De los lazos rotos nacen preciosas alas,
los instantáneos nudos del azar, la inmortal aventura, aunque cada pisada
clausure con un sello los paraísos prometidos.
‒Ay… Alizee. Todo lo arregláis con
versos ‒comentó Louise acomodando el mantel para el almuerzo.
‒Y si no me contáis, tengo que imaginar y
sabéis que para eso tengo un don.
‒Claro mi niña, lo tenéis desde el nacimiento. Recuerdo el día que falleció Balthazar cuando aparecisteis en la oscuridad.
‒Vine a despedirme; él lo quiso así.
Estaba vencido y decidió que yo recogiera sus cenizas. Escuché en cada paso
agónico su condena. Se lo veía remoto, inmóvil, como si tuviera una sombra
asilada en su piel.
‒¿Presentíais su fin? ‒le preguntó con
curiosidad Louise.
‒No, pero percibía que un límite, que ya
existía, se había roto y que me unía a él en un adiós. Balthazar necesitaba
verme para partir tranquilo y por eso yo llegué lo más rápido posible.
‒¿La muerte os llama? ‒preguntó asustada la
señorita Louise‒. ¿Adivináis su llegada?
‒Vengo a ser como una religiosa que le da
sus bendiciones a quien se va, sin hablar, sólo con la mirada.
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