Pedro
fue a la Casa de Huérfanas, pero sólo encontró a la cocinera y su ayudante
quienes estaban preparando la mesa para el agasajo después de la boda. Entre
manteles bordados con margaritas, brillaban los cubiertos de plata y las
porcelanas del padre Hilario que había sacado de sus vitrinas empolvadas donde
dormían las arañas. Eran reliquias de sus abuelas que seguramente volverían a
sus nidos con aquella ceniza que las abrigaba durante décadas. La boda había
terminado.
Pedro
y Aluen buscaron por toda la iglesia, por la plaza, caminaron cuadras de calles
desiertas, pero el niño no apareció. Las jóvenes del asilo rezaban frente a las
santas figuras igual que Ramona y Francisca. El padre no sabía qué hacer y
caminaba de un lado a otro en la entrada del templo esperando a que alguien
llegara con alguna noticia.
El
pueblo, enterado de lo ocurrido, se hallaba alborotado, furioso, y quería hacer
justicia.
‒¡Debe
habérselo robado Leiva! ‒gritaban a viva voz.
‒Sí
‒dijo Aluen apesadumbrada, sin oxígeno y sin fuerzas‒. Él quería vengarse de
mí. Estaba obsesionado. Me amenazó muchas veces con llevárselo a su casa.
‒Entonces,
allá iremos ‒vociferó la multitud.
‒No,
mejor no ‒murmuró Aluen, pero todos se habían marchado en su búsqueda.
Cuando
llegaron a la vivienda de Manuel Leiva, entre gritos, palos y piedras,
intentaron derribar la puerta porque nadie atendía el llamado. Una vecina, que
oyó el alboroto, les comunicó por una ventana que Leiva se había marchado hacía
un mes.
‒Se
fue a Buenos Aires ‒dijo y cerró bruscamente la ventana.
‒¿Qué?
¿A Buenos Aires? ¿A qué? ‒se preguntaron azorados frente a esa noticia que
obviamente no esperaban.
Pedrito,
con los mismos ojos que su mamá, callado y dulce, más que otros niños, era ya
un recuerdo que hería el corazón de Aluen. Los minutos parecían siglos y ella
se hundía en la desesperación de esa falta, del vacío inexplicable, de la
tortura ocasionada por un hombre ruin. ¿Cómo podía haber quitado un niño de los
brazos de su madre? Era algo irreal para ser cierto, pero la venganza estaba
latente y Manuel Leiva lo había anunciado más de una vez. Sólo que ahora había
hecho bien las cosas. Se llevó a Pedro a Buenos Aires para que jamás pudieran encontrarlo.
El ardid perfecto para destrozar, de nuevo, el alma de la niña india a quien
hostigó toda una vida hasta agotarla. Imaginar a Pedrito en manos de ese hombre
era como desangrarse en medio de la nada: la tortura sin fin.
Lo
raro era que la vecina había dicho que hacía un mes que se había ido a Buenos
Aires. El desconsuelo era enorme y no dejaba espacio a las conjeturas, al
detalle. Si Leiva se fugó hacía un mes, no daban bien los cálculos. Para Aluen
lo verdadero importante era la desaparición de Pedro y no estaba en condiciones
de hacer análisis matemáticos.
‒Hija,
ve a descansar. Te llevaré un té de tilo con hierbas santas de la Virgencita de
los Milagros.
‒Ay…
padre. Yo no creo en milagros. Toda la vida penando. Yo no debería haber
nacido.
‒¡No
se dice eso en la casa del Señor!
‒Ya
encontraremos al niño, amor ‒la consoló Pedro y la abrazó.
‒Vayan
para la habitación que yo les llevaré algo para beber. Todo se va a arreglar.
Dios está siempre presente para quien lo necesita.
‒Dios
no debería permitir las injusticias y el dolor. ¡Tantas cosas! Usted perdone,
padre.
‒Sí, hija, lo sé, pero él no tiene la culpa de la maldad de los hombres.
Aluen
se recostó en el pequeño catre y Pedro se quedó a su lado tomándole la mano
hasta que se durmió. El soldado del Fuerte, el más valiente, era un puñado de
dudas. Miró la habitación pintada de blanco, desierta, vacía… sólo colgado
había un cuadro de Sor María Antonia de la Paz y Figueroa, la Beata de los ejercicios de José Salas.
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