Louise se dirigió a la escalinata y pudo
observar que una luz avanzaba hacia ella. Pero no era la llama en sí lo que
veía sino el reflejo de la misma en el vidrio situado allí en donde las
escaleras daban la vuelta. La vela pasó y vio a Madame Delfine reflejada en el
cristal. Su figura se percibía confusa por su traje verde de terciopelo que
descendía hasta sus pies y se arrastraba tras ella. Su rostro níveo demostraba
ansiedad a través de la bujía sostenida por su mano enguantada.
‒Balthazar ha muerto.
‒Oh… lo siento mucho.
‒Era viejo como yo. La muerte es tramposa
y te atrapa cuando menos lo esperáis. ¿Creéis en Dios y todas esas cosas? Os
envidio Louise. Parecéis tener tanta seguridad, sois prudente y lleváis mucha
tranquilidad. Yo nunca he experimentado esas sensaciones. Sé que hacéis bien en
creer en algo, ayuda, pero no puedo.
Titubeando, ella levantó la vista y vio su
semblante aún joven. El brillo que daba su cara tenía la apariencia de un
pálido cristal. La ilusión de estrecharla en sus brazos se hizo irresistible.
“No debo hacerlo”, pensó Madame Delfine.
Ella todavía resistía a los embates de su
carácter fuerte. El sentimentalismo no le agradaba demasiado, no quería
demostrar debilidad ante Louise a quien había castigado en demasía.
‒No os preocupéis. Nosotros nos ocuparemos
de todo. Su hermano era una buena persona y os merece un entierro digno.
‒¡Tenéis que conjugarlo en pasado! ‒gritó
acongojada por una depresión inminente que le oprimía el pecho.
‒Es la vida.
‒¡La vida! Corta para muchos, larga para los
que sufren. ¡Cuántos comentarios inútiles para intentar calmar a una pobre
anciana! ¡No hay consuelo! ¡Entendéis!
‒Es que no os queda alternativa más que la
resignación. Es la verdad aunque sea dolorosa ‒murmuró Louise con desgano‒. ¿No
veis lo rápidamente que pasa el tiempo? Sólo quedan unas horas antes del
crepúsculo.
‒Qué oscura es la noche cuando hay un
muerto que todavía no ha partido definitivamente.
‒Os perdono ‒dijo Louise.
Se acercaron y durante un momento
estuvieron estrechamente abrazadas sin pronunciar palabra. La habitación se iba
quedando en penumbras. El súbito crujir de la antigua mesa interrumpía el
mutismo.
‒La vida está llena de cosas absurdas. Lo
único que tiene importancia es librarse de todo ese agobio. Voy a poner mi vida
en vuestras manos.
Louise no sabía qué decir ante las confesiones
de Madame Delfine. Era otra mujer; se había humanizado frente a la muerte que
es siempre ajena hasta que llega a rozar la existencia de quien no la acepta o
no puede hacerle frente.
‒Mi hermano me doblaba en edad ‒continuó‒.
Lo adoraba como al Dios Febo. Era mi héroe, el único, el más grande… y había
algo más importante que alimentaba mi ego ávido siempre de consideración. Yo
era su confidente.
‒Por lo menos tuvo a alguien en quien
confiar. Yo siempre estuve sola añorando una familia; toda la vida me sentí
desamparada y con el corazón preñado de dolor.
‒Pero tenéis una sobrina.
‒Sí, claro ‒contestó Louise incómoda por la
mentira. No le gustaba engañar a nadie.
‒¿Y tu hermano o hermana? Los padres de la
niña. No los he visto nunca por acá. ¡Qué raro!
‒Murieron.
‒Lo siento mucho.
La señorita Louise temblaba de los nervios
frente a Madame Delfine, aunque estuviera demasiado anciana y sin fuerzas. Ella
no era tonta sino temible.
‒Vaya a su cuarto que nos ocuparemos de
todo.
Todavía no había acabado de hablar cuando
se dio cuenta que una puerta se abrió. La luz era pobre y la niebla insidiosa,
pero reconoció el abrigo negro. Balthazar se apoyaba en el dintel, flaco y
desmembrado, con el traje roto por los codos.
‒¡Madre! ‒irrumpió Alizee.
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