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El silencioso grito de Manuela (Cap X 1era parte)

 


-Hay que cerrar los postigotes cuando se van las personas y quedarse quieta en el jardín para sentir la brisa de la separación. Morir es poco cuando se va un hijo -dijo Letizia a los familiares que se hallaban presentes para despedir a Lucía.

La casona, el cementerio, el espacio umbroso donde el fracaso atestiguaba las certezas en una eternidad impuesta, era la carga y una prueba más. Manuela archivada por sus presentimientos, destrozada hasta la carne por la continuidad de las desgracias y sofocada por la ansiedad que multiplicaba sus pensamientos negativos, no se atrevía a hablar; Julián estaba derrotado, la sombra del hombre de negocios que fue alguna vez había desaparecido tras el temblor de sus manos y la visión borrosa; Damián, Dolores y Laura esperaban a contramano el fin de los tormentos y la complejidad de una existencia marcada por alguien que los violentaba… ¿Habría que escapar de la residencia donde todo se dormía: la huerta, el nogal, los grillos, la perra Rosario, las fragancias…? Huir de una libertad con portones de acero para tratar de acrecentar las ansias de un mañana posible.

Letizia, después del sepelio, se refugió en un cuarto junto a los crucifijos a respirar el aire de los muertos. Miró el placard y vio sus trajes negros: pantalones, faldas, vestidos, capas… No quedaba nada que diera un poco de vida a sus tristes atuendos porque todos llevaban un peso simbólico, espiritual, que marcaba el pasado en un presente. El futuro no tenía identidad.

Manuela se aproximó al dormitorio y sintió que la noche se le venía encima; ella todavía no había cortado el cordón umbilical y su hija estaba por traspasar las fronteras, parecía más longeva que ella misma. No lloraba ni reclamaba justicia a Dios sólo conocía el arte de la resignación en un mundo intolerante donde los humanos luchaban con sus egoísmos a cuestas para tratar de salvarse como sea, sin mirar al costado. Letizia estaba ordenando los capítulos de su existencia porque a nadie le importaba su porvenir. Ella sentía que si no hubiera nacido hubiera sido mejor, pero ya era tarde para lamentos porque la verdad era una sola: se había muerto su hija. La criatura que hablaba igual que un adulto y que la miraba a través de sus ojos fijos con su propio misterio, el que ella conocía desde su nacimiento. Nadie entendía mejor que Lucía los engranajes de la supervivencia, el porqué de los tulipanes en el retrato de Rocío, los miedos de su abuela, porque estaba predestinada a cumplir una ley impuesta de antemano por alguien que seguramente manejaba las doctrinas.



Letizia, lánguida y a punto de derribarse, parecía una viuda que se suicidaría al anochecer. Llevaba un crucifijo de platino que la amarraba más a los claustros donde ella decía que encontraría respuestas; sin embargo, su mente se hallaba vacía de preguntas como si su cabeza se hubiera quedado hueca de conocimientos, de recuerdos y de proyectos.

-Lamento mucho el fallecimiento de tu hija-le dijo Manolo desde la puerta del jardín con un ramo de camelias.

-Gracias, pero quiero estar sola.

-No escondas tus lágrimas, pequeña, que yo podría ser el bálsamo necesario. Puedes apoyarte en mis hombros que son fuertes que yo lloraré contigo y reiré también cuando tú lo quieras.

-Vete.

-No me rechaces ahora que me tienes porque mañana podría ser tarde para reconstruir la vida que es demasiado corta. Valórate porque los demás te amamos y queremos verte entera como siempre.

-¡No entiendes!

-Tu hija no va a volver.

-Yo necesito reunirme con ella por eso déjame sola para pensar, tú no sabes lo que significa quedarse sin tener a nadie por quien luchar.

Manolo quería entender a Letizia pero no podía porque no había vivido en la sordidez de los cuartos ni había palpado de cerca los documentos mortuorios.

Manuela tomó un botellón de jerez y dos copas.

-Manolo pídele matrimonio -le dijo.

Él caminó por la habitación con desánimo; era un hombre maduro en apariencias, educado, un poco cobarde pero sabía subsanar los errores.

-No creo que Letizia quiera casarse.

-Alguien le quitó la esperanza pero usted con su vehemencia tiene que tratar de contener sus sollozos y ser el sostén de un alma que no desea seguir adelante.

*

ETERNAMENTE MANUELA

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