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El silencioso grito de Manuela (CapXII 1era parte)

 


Para el nacimiento del niño, Letizia y Manolo se trasladaron a Zaragoza, lejos de Manuela, de los recuerdos y de Dolores y Laura que decidieron quedarse en Barbastro con los abuelos.

La casa que les daba la bienvenida se la había regalado Julián y era muy antigua con estilo barroco y fachada neoclásica. A Letizia le gustaba la historia por eso había elegido su nuevo hogar a media cuadra de La Seo: el palacio, patrimonio de la humanidad; en 1845 hospedó al Tribunal de la Inquisición y en la actualidad es sede de las Cortes de Aragón.

Manolo no quería irse de Barbastro pero luego entendió que, quizá, resultaría mejor alejarse del pasado. Lo que ambos no sabían era que ellos mismos arrastraban las consecuencias de un pueblo y sus costumbres, del armado de los senderos, de esa selva de cemento que contenía la infancia en cada paso.

Letizia recorrió los espacios verdes del parque Pignatelli con las mismas ropas pesadas y el mismo vacío de su alma. Miró desde lejos la Basílica del Pilar y pensó que no pisaría los umbrales del templo hasta no ver a su hijo. Sin embargo, necesitaba sostenerse bajo esos muros. Todo permanecía en su sitio como el último día y su nueva casona era sólo un antifaz que ya no podía encubrir las verdades.

-No te agotes fácilmente, mujer, seremos felices con el niño.

-Sí, seguro -dijo Letizia ordenando las macetas con begonias.

-Mira deja esos vestidos y verás que regresa tu razón de vivir.

-¡Calla! Mírate tú. Gordo, pelado, a medio camino. No vuelvas a mancillar mis hábitos.

Ella se irritaba con cada palabra de Manolo, es que su frivolidad la descolocaba por completo. Letizia le hablaba con el alma y él le contestaba trivialidades; evidentemente, tenían proyectos opuestos. ¿Manolo se estaba pareciendo a José o era ella la culpable de la conducta de sus maridos, de sus reacciones intempestivas y del rechazo?

Frente a la casa, había un alerzal milenario y allí, sentado en un banco, Manolo pasaba las horas; leía el diario o atendía misteriosos llamados. Letizia lo observaba desde la ventana como quien ve a su marido en brazos de un amante, pero no le causaba dolor porque sabían que estaban juntos por alguna razón menos por estar enamorados.

De pronto, vio una escena extraña; un hombre se acercó a su esposo y comenzaron a hablar, al rato le pareció que discutían… Finalmente, el desconocido se fue dejando a Manolo alterado como una quinceañera a quien la rebeldía le gana su mejor partida.

Con las primeras gotas de lluvia, él cruzó la calle corriendo y se encontró con Letizia silenciosa que no había preparado la cena y que se hallaba recostada en el sofá de terciopelo con la mirada fija en el cielo raso.

-No tengo apetito me voy a recostar -dijo Manolo incómodo y a punto de delatar sus culpas.

-Tampoco hay comida; mejor que guardes tus huellas como bienes de valor.

-Ya hablas igual que tu madre. Te pareces a ella en todo hasta en la falta de lucidez.

-¡Quién te obliga a permanecer dentro de este jergón de gatos!

-No quiero seguir escuchando barbaridades, es que nunca vamos a estar en paz porque los fantasmas de los antepasados nos persiguen hasta el mismísimo infierno.

-Tú eres el infierno viviente; no tienes valor para enfrentarme, aventurero, inescrupuloso…-le gritaba Letizia fuera de sí como si sospechara las respuestas encubiertas de quien, para ella, ya era un extraño.

-¡Déjame morir si eso te gusta! -le contestó Manolo con intenciones de que ella reaccionara y se arrojara en sus brazos.


-No estás obligado a conocer al niño, mal padre…

-Quiero estar solo, eres fría, ¡pobre mujer! Todo lo que digas no podrá molestarme más que mi conciencia.

-Pues mi intuición me dice que la tienes muy sucia -dijo Letizia, sin dudar, como una forma de hacerle frente y de violentar su rígida educación.

Él se sintió impotente y salió dando un portazo. Pensó que existían situaciones que escapaban a su dominio y que la soberbia dejaba paso a la vergüenza.

Letizia, turbada por la absurda reacción de Manolo, comenzó a llorar; necesitaría años para construir de nuevo su propia vida. Tal vez, nunca llegaría a salvarse de todos los atropellos, de la furia homicida que desnudaba su alma. Nadie entendía. El presente se tornaba inhabitable a pesar de las bendiciones que traería el nacimiento de su hijo. Recordó a Manuela entre los bebederos y los cántaros cuando prendía las teas e ignoraba cómo sentía una verdadera mujer.

“Ella sí debe ser feliz”, pensó tristemente.

*

EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
ETERNAMENTE MANUELA
UNA MUJER ESCLAVA DE SUS MIEDOS

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