Para el nacimiento del niño,
Letizia y Manolo se trasladaron a Zaragoza, lejos de Manuela, de los recuerdos
y de Dolores y Laura que decidieron quedarse en Barbastro con los abuelos.
La casa que les daba la bienvenida
se la había regalado Julián y era muy antigua con estilo barroco y fachada
neoclásica. A Letizia le gustaba la historia por eso había elegido su nuevo
hogar a media cuadra de
Manolo no quería irse de Barbastro
pero luego entendió que, quizá, resultaría mejor alejarse del pasado. Lo que
ambos no sabían era que ellos mismos arrastraban las consecuencias de un pueblo
y sus costumbres, del armado de los senderos, de esa selva de cemento que
contenía la infancia en cada paso.
Letizia recorrió los espacios
verdes del parque Pignatelli con las mismas ropas pesadas y el mismo vacío de
su alma. Miró desde lejos
-No te agotes fácilmente, mujer,
seremos felices con el niño.
-Sí, seguro -dijo Letizia ordenando
las macetas con begonias.
-Mira deja esos vestidos y verás
que regresa tu razón de vivir.
-¡Calla! Mírate tú. Gordo, pelado,
a medio camino. No vuelvas a mancillar mis hábitos.
Ella se irritaba con cada palabra
de Manolo, es que su frivolidad la descolocaba por completo. Letizia le hablaba
con el alma y él le contestaba trivialidades; evidentemente, tenían proyectos
opuestos. ¿Manolo se estaba pareciendo a José o era ella la culpable de la
conducta de sus maridos, de sus reacciones intempestivas y del rechazo?
Frente a la casa, había un alerzal
milenario y allí, sentado en un banco, Manolo pasaba las horas; leía el diario
o atendía misteriosos llamados. Letizia lo observaba desde la ventana como
quien ve a su marido en brazos de un amante, pero no le causaba dolor porque
sabían que estaban juntos por alguna razón menos por estar enamorados.
De pronto, vio una escena extraña;
un hombre se acercó a su esposo y comenzaron a hablar, al rato le pareció que
discutían… Finalmente, el desconocido se fue dejando a Manolo alterado como una
quinceañera a quien la rebeldía le gana su mejor partida.
Con las primeras gotas de lluvia,
él cruzó la calle corriendo y se encontró con Letizia silenciosa que no había
preparado la cena y que se hallaba recostada en el sofá de terciopelo con la
mirada fija en el cielo raso.
-No tengo apetito me voy a recostar
-dijo Manolo incómodo y a punto de delatar sus culpas.
-Tampoco hay comida; mejor que
guardes tus huellas como bienes de valor.
-Ya hablas igual que tu madre. Te
pareces a ella en todo hasta en la falta de lucidez.
-¡Quién te obliga a permanecer
dentro de este jergón de gatos!
-No quiero seguir escuchando
barbaridades, es que nunca vamos a estar en paz porque los fantasmas de los
antepasados nos persiguen hasta el mismísimo infierno.
-Tú eres el infierno viviente; no
tienes valor para enfrentarme, aventurero, inescrupuloso…-le gritaba Letizia
fuera de sí como si sospechara las respuestas encubiertas de quien, para ella,
ya era un extraño.
-¡Déjame morir si eso te gusta! -le contestó Manolo con intenciones de que ella reaccionara y se arrojara en sus brazos.
-No estás obligado a conocer al
niño, mal padre…
-Quiero estar solo, eres fría, ¡pobre mujer! Todo lo que digas no podrá molestarme más que mi conciencia.
-Pues mi intuición me dice que la
tienes muy sucia -dijo Letizia, sin dudar, como una forma de hacerle frente y de
violentar su rígida educación.
Él se sintió impotente y salió
dando un portazo. Pensó que existían situaciones que escapaban a su dominio y
que la soberbia dejaba paso a la vergüenza.
Letizia, turbada por la absurda
reacción de Manolo, comenzó a llorar; necesitaría años para construir de nuevo
su propia vida. Tal vez, nunca llegaría a salvarse de todos los atropellos, de
la furia homicida que desnudaba su alma. Nadie entendía. El presente se tornaba
inhabitable a pesar de las bendiciones que traería el nacimiento de su hijo.
Recordó a Manuela entre los bebederos y los cántaros cuando prendía las teas e
ignoraba cómo sentía una verdadera mujer.
“Ella sí debe ser feliz”, pensó
tristemente.
*
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