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El silencioso grito de Manuela (Cap XI 2da parte)

 


Manuela recogía los tulipanes para Rocío y les servía chocolate con leche a sus nietos cuando volvían del colegio mientras preparaba alfajorcitos con nueces hidratadas. Decía que esos alimentos les daban energía, los revitalizaban y les mejoraban el pelo, la piel y los dientes. Más tarde, en la soledad de su cueva, recogía semillas, frutos secos y algas para preparar licores que, según ella, le devolvían el cielo a las almas y le regalaban ese mismo paraíso a aquellos que pronto dejarían de pisar ese suelo agreste y pedregoso. Manuela seguía soñando con la inocencia de la niñez porque el Todopoderoso, a quien consideraba su padre, solía gobernar utilizando premisas, formalismos y paradigmas diferentes. Demasiados cálculos matemáticos no la acercaban ni la alejaban de los riesgos, sólo que en ese reducto sentía que todavía podía controlar las voluntades. Sin embargo, sus miedos iban en aumento; Manuela dejaba detrás los días sin disfrutar de los momentos, como si corriera delante de sus pasos para llegar más rápido.

-Viejo te has consumido bajo las ruedas de tus autos -le dijo a Julián que ojeaba un folleto de coches último modelo.

-¿Quieres que me narcotice con tus pastillas?

-Necesito que regreses al presente.

-Tú ya no cambias, mujer, con todo lo que nos ha pasado, yo no me explico cómo nos mantenemos en pie.

-Dios sabe lo que necesitamos.

-No me hables de religión porque con eso no hacemos nada. Es perder el tiempo.

Julián estaba tan grande como sus desdichas y no le quedaba aire para respirar. Era adicto a la desgracia en forma rudimentaria y estaba convencido que algo, muy temido, ocurriría en cualquier momento.

-Manuela ve a la iglesia de San Francisco y reza todos los rosarios que quieras porque yo no voy a mantener relación ni conversación con tu amo. Estoy muy dolido.


***

 

La historia avanzaba en cada capítulo y los personajes sospechaban las claves de los recursos narrativos. Las dudas ahondaban en cada uno de los roles desde el inicio hasta el posible final. Era un rompecabezas armado por alguien que no aceptaba contradicciones.

“La vida es una sola entonces por qué no rebelarse ante los fracasos, allí donde no existe un respiro y se torna difícil por su negación.”

Letizia era una madre que recurría al manejo de lo absurdo para calmar la ansiedad que la transformaba en una extraña. Con Manolo trataba de jugar a ser feliz pero esa carga le resultaba tediosa y demasiado pesada para su cuerpo. Ella había sido una niña enferma y hoy seguía teniendo patologías propias de personas adictas a los sufrimientos. Dios velaba sus pasos y Letizia, a pesar de las contradicciones, le era fiel porque la ataba a la tierra y también al deseo de encontrarse con los seres que habían partido. Escuchaba las voces de Lucía y de Encarnación, los arrullos de la abuela Francisca y hasta veía la mirada inerte de José.


“Los muertos se llevan a quienes más han amado por eso Lucía llamó a la perra Rosario”, pensó aliviada tratando conscientemente de tener un minuto de relajación en medio de tanto desconcierto.

No sabía cuál era el eje para repartir las horas porque se hallaba aislada en medio de danzas antiquísimas que los cultos le traían a la memoria: la Virgen del Rocío y el Sin Pecado, en Fox, villa de la Mariña de Lugo, se veneraba el San Lorenzo, en Sada, Arco de Antabro, San Pedro de Viveiro… En las tierras mágicas, música, banderas, luces de colores y pirotecnia… Allí, en su silenciosa cocina, el llanto y los pimientos de Padrón. La frivolidad mezclada con la mística y los homenajes, en un lugar o en otro, con la convicción de saber que somos finitos por más que oremos hasta el alba. Letizia, al asumir la muerte, estaba tratando de dignificar la vida con objetividad y deseos de superación aunque su salud mental la abandonaba en un hervidero de insectos.

*

EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
ETERNAMENTE MANUELA

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