Letizia se casó con Manolo el mismo
día que José murió. Ella vestía de negro como siempre y llevaba sobre los
hombros un mantón bordado que había pertenecido a su abuela Francisca. El pelo
suelto le daba un marco demacrado a su rostro y la avejentaba diez años; en el
anular tenía una sortija de diamantes. Él también de riguroso color negro
desfallecía ante los sentimientos desencontrados que su mente se encargaba de
enredar para ultrajar, desde el silencio, la ceremonia. Era un hombre raro como
decía Julián que no dejaba de observarlo con apatía de longevo que ha recorrido
muchos caminos.
De luna de miel se fueron a
Andalucía para recobrar las fuerzas; visitaron los balnearios termales, en el
centro de esquí de Sierra Nevada, con la Alhambra de Granada a sus pies y los campos de
golf. Un poco cansados por el itinerario, subieron a un tren de alta velocidad
que unía Madrid, Córdoba y Sevilla. A Letizia le interesó recorrer las obras de
los artistas de la talla de Pablo Picasso, Juan R. Jiménez, Federico García
Lorca y Rafael Alberti… Sin embargo, a Manolo sólo le preocupaba comunicarse
con Barbastro; se lo veía distante y pensativo como si estuviera separado de
ella bajo el mismo techo. A Letizia ya no le importaban los confines porque
estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano para lograr estabilidad en una relación
afectiva que aparentemente la estaba sorprendiendo de manera negativa. Sabía
que el riesgo era mucho pero el cambio constante le calmaba los nervios y las
tensiones aunque no podía borrar su tortuoso pasado porque existían fragmentos,
vinculaciones directas, haber tenido y haber perdido, el duelo de los días y
Manolo: un hombre desconcertante que presentaba un patrón similar al de José
Rodríguez.
“No, lo que ocurre es que mi
parálisis cerebral no me deja ver”, pensó convencida de que estaba buscando
problemas donde no los había y que Manolo era la persona que le facilitaría la
existencia a bajo costo y sin estridencias.
-Tienes la virtud de atraer a la
gente, mira cómo te observan esos hombres -le dijo Manolo a Letizia sentados en
un bar.
-Son los vinos mistelas que están
tomando que los vuelven ciegos y torpes.
-Eres rebelde y libre pero, niña,
levanta la autoestima.
-Tú no sabes…
A Letizia le costaba vivir porque
sentía un vacío que la hacía vacilar y el humor le cambiaba a cada instante. No
sabía si podría llevar adelante esa situación porque el amor por su hija Lucía
era más fuerte. Su luz brillaba a carcajadas mientras su entorno se nublaba; no
quería ser egoísta con Manolo porque él también merecía ser feliz.
En la intimidad, se dejaba manejar
como un títere y no le importaba cuando veía a su esposo frío y alejado; ella
creía ser la mujer más valiente y provocadora aunque lo disimulara con los
vestidos negros. Existía algo, tremendamente morboso, que la violentaba y al
mismo tiempo la conducía por un camino impredecible. Letizia se encontraba
acorralada, sin opciones, y con demasiados tropiezos pero ser sincera, en esos
momentos, hubiera sido perjudicial para ambos. Debía permanecer en esa postura,
tal vez hipócrita, para no caer en las dificultades anteriores cuando el amor
de José no le alcanzaba para ser feliz. Con esos pensamientos, quizá, nunca
llegaría a tener un minuto de dicha porque no había paz en su espíritu y se
empeñaba en complicar los únicos minutos de tranquilidad que había logrado a
fuerza de sacrificio.
Manolo no era el mismo de antes; ya
no la contenía ni la hacía sentir segura y permanecía pensativo por muchas
horas mientras esperaba llamadas telefónicas. La historia volvía a repetirse
sólo que José la quería por sobre todas las cosas y Manolo parecía ignorar lo
que significaba estar enamorado. Se hallaban inmersos en los vaivenes de las
pasiones para tratar de romper las ligaduras y traspasar las fronteras.
*
EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
ETERNAMENTE MANUELA
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