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El silencioso grito de Manuela (Cap XI 1era parte)

 


Letizia se casó con Manolo el mismo día que José murió. Ella vestía de negro como siempre y llevaba sobre los hombros un mantón bordado que había pertenecido a su abuela Francisca. El pelo suelto le daba un marco demacrado a su rostro y la avejentaba diez años; en el anular tenía una sortija de diamantes. Él también de riguroso color negro desfallecía ante los sentimientos desencontrados que su mente se encargaba de enredar para ultrajar, desde el silencio, la ceremonia. Era un hombre raro como decía Julián que no dejaba de observarlo con apatía de longevo que ha recorrido muchos caminos.

De luna de miel se fueron a Andalucía para recobrar las fuerzas; visitaron los balnearios termales, en el centro de esquí de Sierra Nevada, con la Alhambra de Granada a sus pies y los campos de golf. Un poco cansados por el itinerario, subieron a un tren de alta velocidad que unía Madrid, Córdoba y Sevilla. A Letizia le interesó recorrer las obras de los artistas de la talla de Pablo Picasso, Juan R. Jiménez, Federico García Lorca y Rafael Alberti… Sin embargo, a Manolo sólo le preocupaba comunicarse con Barbastro; se lo veía distante y pensativo como si estuviera separado de ella bajo el mismo techo. A Letizia ya no le importaban los confines porque estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano para lograr estabilidad en una relación afectiva que aparentemente la estaba sorprendiendo de manera negativa. Sabía que el riesgo era mucho pero el cambio constante le calmaba los nervios y las tensiones aunque no podía borrar su tortuoso pasado porque existían fragmentos, vinculaciones directas, haber tenido y haber perdido, el duelo de los días y Manolo: un hombre desconcertante que presentaba un patrón similar al de José Rodríguez.

“No, lo que ocurre es que mi parálisis cerebral no me deja ver”, pensó convencida de que estaba buscando problemas donde no los había y que Manolo era la persona que le facilitaría la existencia a bajo costo y sin estridencias.

-Tienes la virtud de atraer a la gente, mira cómo te observan esos hombres -le dijo Manolo a Letizia sentados en un bar.

-Son los vinos mistelas que están tomando que los vuelven ciegos y torpes.

-Eres rebelde y libre pero, niña, levanta la autoestima.

-Tú no sabes…

A Letizia le costaba vivir porque sentía un vacío que la hacía vacilar y el humor le cambiaba a cada instante. No sabía si podría llevar adelante esa situación porque el amor por su hija Lucía era más fuerte. Su luz brillaba a carcajadas mientras su entorno se nublaba; no quería ser egoísta con Manolo porque él también merecía ser feliz.

En la intimidad, se dejaba manejar como un títere y no le importaba cuando veía a su esposo frío y alejado; ella creía ser la mujer más valiente y provocadora aunque lo disimulara con los vestidos negros. Existía algo, tremendamente morboso, que la violentaba y al mismo tiempo la conducía por un camino impredecible. Letizia se encontraba acorralada, sin opciones, y con demasiados tropiezos pero ser sincera, en esos momentos, hubiera sido perjudicial para ambos. Debía permanecer en esa postura, tal vez hipócrita, para no caer en las dificultades anteriores cuando el amor de José no le alcanzaba para ser feliz. Con esos pensamientos, quizá, nunca llegaría a tener un minuto de dicha porque no había paz en su espíritu y se empeñaba en complicar los únicos minutos de tranquilidad que había logrado a fuerza de sacrificio.

Manolo no era el mismo de antes; ya no la contenía ni la hacía sentir segura y permanecía pensativo por muchas horas mientras esperaba llamadas telefónicas. La historia volvía a repetirse sólo que José la quería por sobre todas las cosas y Manolo parecía ignorar lo que significaba estar enamorado. Se hallaban inmersos en los vaivenes de las pasiones para tratar de romper las ligaduras y traspasar las fronteras.

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EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
ETERNAMENTE MANUELA

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