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El silencioso grito de Manuela (Cap IX 3era parte)

 


“Siempre es tarde cuando las lágrimas se atreven a cortarnos el aliento y el sueño de ventura se transforma en invisible”,  pensó.

El temor a lo desconocido lo violentaba y lo transformaba en huérfano y minusválido pero, a pesar de su impotencia, debía demostrar fortaleza ante su familia y fidelidad a sus principios. Quería atusar la llama de la esperanza en esos espíritus entregados al sacrificio y perdonar errores para poder seguir viviendo.

Manuela lo observaba cavilar con la mirada fija en la ventana que daba a la calle.

“Pobre viejo, no es el de antes, la derrota ha envejecido su rostro que ya no esconde la melancolía. El desasosiego es como una campana que repica frente a un hueco tan profundo que nada puede llenar.”

-Te digo un secreto, te amo -le dijo Manuela a Julián que se sobresaltó como si le hubieran arrojado un balde de agua.

 


El 1 de julio amaneció lluvioso y fresco a pesar de que el pronóstico anunciaba temperaturas de 30º. Barbastro permanecía aletargada igual que si estuviera perdiendo la pureza en peregrinaje vacilante.

Letizia, agobiada por los calores del verano, se dio cuenta de que Lucía no se hallaba a su lado en la cama y comenzó a buscarla con la mirada; la descubrió desmayada en el piso de la sala. Manuela y Julián corrieron a socorrerla en medio de lágrimas y gritos. Letizia se inclinó sobre ella y la sacudió para obligarla a abrir los ojos.


-Quiero irme de aquí -dijo Lucía-. Mamá no vale la pena pelear en un mundo desunido donde se mezclan costumbres, sentimientos, ilusiones…

-Niña, calla, llamen a la ambulancia.

Lucía estaba por cumplir los quince años y ya no quería dar batalla. Su vestido italiano estaba sobre la cama, era blanco con piedras engarzadas. La adolescente se vestiría casi como una novia para celebrar la fiesta; sin embargo, se debatía entre la vida y la muerte. Conocía de memoria los libros de sacristía y sabía leer en las pupilas de los demás los secretos que guardaban…

La llevaron al sanatorio casi exánime. Cuando la acostaron en la camilla de terapia intensiva, su cuerpo se estremeció y un hondo gemido le oprimió el pecho. Comenzó a agitarse convulsivamente en un esfuerzo sobrehumano por sobrevivir. En su rostro bello se borró la expresión dulce de niña y envejeció varios años pero, al rato, en su último suspiro volvió a ser el angelito que olía a tulipanes.


Letizia cayó sobre una silla con la palidez de un paciente terminal que no necesita que le den energía para levantarse de la postración. Pensó en la magnitud de la pérdida; cuando un hijo se va la vida pierde valor.

Ella imaginó que no volvería a recorrer las avenidas de su infancia, ni escucharía el parloteo de cotorra de las vecinas, no vería jamás otra vez el perfil de los álamos al anochecer, no la arrullaría el canto de los cardenales, no sentiría el aroma a acacias en el balcón ni oiría a los gatos ronroneando sobre el tejado… Había perdido su alma y su cuerpo era una cavidad en donde no existía espacio para la claridad.

Manuela, rezagada en un rincón, lloraba abrazada a Julián que no podía mantenerse en pie. El miedo al peligro los vestía de riguroso luto; ya nadie podía defenderlos de la embestida pero tampoco de sus propias sombras. No eran dementes pero el destino los había trastornado.

-Quisiera cargar con los sufrimientos de todos -dijo Julián-. ¡Maldita suerte! que nos lleva dando giros con el temor entre las vísceras. Manuela quisiera devolverte los años felices cuando paseábamos con Encarnación y Letizia por las plazas o cuando nos acurrucábamos bajo los tilos a mirar la ciudad mientras soñábamos con la libertad, entonces no imaginaba que la pesadilla se convertiría en una forma de vivir.

-Viejo, tú sabes bien que yo nací enferma a causa de los miedos; conozco los riesgos y la proximidad de las despedidas. Llegaré a anciana decrépita en una silla de ruedas, con un chal de lana, sorda y ciega, pero viviré para sufrir las ausencias de todos y cada uno de ustedes como voluntad de Dios.

Letizia huyó a los gritos del sanatorio mientras los encargados del sepelio de Lucía y los médicos se ponían de acuerdo sobre la partida de defunción y demás detalles ajenos al dolor; debían cumplir la difícil y la más cotidiana de las tareas que, a ellos, no los sorprendía. Exorcizaban la fatalidad con buenos recuerdos y aceptaban las órdenes sin creer en milagros ni en resurrecciones.

-Piensas que la vida sigue.

-Bobadas, cuando te mueres te comen los bichos.

Lucía pasó su última noche robando esperanzas a los minutos, en litigio con las reacciones de su cuerpo y la templanza de su alma. Ella sabía demasiado y esperaba poco. No existían las mentiras para alguien que conocía los estragos de una dolencia desde que era pequeña, el llanto de una madre que parecía enloquecer con cada uno de sus gestos, la preocupación de un padre maltratado por sus defectos insanables, los ruegos de unos abuelos que no podían disimular lo inexorable…

“La muerte arbitraria es una dádiva para aliviar los males físicos pero en la pureza, y a destiempo, se vuelve injuria.”

*

---ETERNAMENTE MANUELA

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